Page 77 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           una escoba para lavar los pisos, no tuvo nada que hacer. Aureliano Segundo estaba abstraído en
           la lectura de un libro. Aunque carecía de pastas y el título no aparecía por ninguna parte, el niño
           gozaba con la historia de una mujer que se sentaba a la mesa y sólo comía granos de arroz que
           prendía con alfileres,  y con la  historia  del  pescador  que  le  pidió  prestado  a su  vecino  un plomo
           para su red y el pescado con que lo recompensó más tarde tenía un diamante en el estómago, y
           con la lámpara que satisfacía los deseos y las alfombras que volaban. Asombrado, le preguntó a
           Úrsula  si  todo  aquello  era verdad,  y ella  le  contentó  que  sí,  que  muchos  años  antes  los  gitanos
           llevaban a Macondo las lámparas maravillosas y las esteras voladoras.
              -Lo  que  pasa  -suspiró- es  que  el  mundo  se  va acabando  poco  a poco  y ya no  vienen  esas
           cosas.
              Cuando   terminó el  libro, muchos de    cuyos cuentos estaban     inconclusos porque   faltaban
           páginas,  Aureliano  Segundo  se  dio  a la  tarea de  descifrar  los  manuscritos.  Fue  imposible.  Las
           letras parecían ropa puesta a secar  en  un alambre,  y se  asemejaban más a la   escritura musical
           que a la literaria. Un mediodía ardiente, mientras escrutaba los manuscritos, sintió que no estaba
           solo en el cuarto. Contra la reverberación de la ventana, sentado con las manos en las rodillas,
           estaba Melquíades. No   tenía más de   cuarenta años. Llevaba el   mismo   chaleco  anacrónico  y el
           sombrero de alas de cuervo, y por sus sienes pálidas chorreaba la grasa del cabello derretida por
           el  calor, como  lo  vieron  Aureliano  y José Arcadio cuando  eran  niños. Aureliano  Segundo lo
           reconoció de inmediato, porque aquel recuerdo hereditario se había transmitido de generación en
           generación, y había llegado a él desde la memoria de su abuelo.
              -Salud -dijo Aureliano Segundo.
              -Salud, joven -dijo Melquíades.
              Desde entonces, durante varios años, se vieron    casi  todas las tardes. Melquíades le  hablaba
           del  mundo,  trataba de  infundirle  su  vieja sabiduría,  pero  se  negó  a traducir  los  manuscritos.
           «Nadie  debe  conocer  su  sentido  mientras  no  hayan  cumplido  cien  años»,  explicó.  Aureliano
           Segundo   guardó  para  siempre  el  secreto  de  aquellas  entrevistas.  En  una ocasión sintió  que  su
           mundo privado se derrumbaba, porque Úrsula entró en el momento en que Melquíades estaba en
           el cuarto. Pero ella no lo vio.
              -¿Con quién hablas? -le preguntó.
              -Con nadie -dijo Aureliano Segundo.
              -Así era tu bisabuelo -dijo Úrsula-. También él hablaba solo.
              José Arcadio Segundo, mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver un fusilamiento. Por el
           resto de  su  vida  recordaría  el  fogonazo  lívido de  los seis  disparos simultáneos y el  eco del
           estampido que se despedazó por los montes, y la sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado,
           que  permaneció  erguido  mientras  la  camisa  se  le  empapaba de  sangre,  y que  seguía  sonriendo
           aún cuando lo desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de cal. «Está vivo -pensó él-.
           Lo van a enterrar vivo.» Se impresionó tanto, que desde entonces detestó las prácticas militares
           y la  guerra,  no  por  las  ejecuciones  sino  por  la  espantosa costumbre  de  enterrar  vivos  a los
           fusilados.  Nadie  supo  entonces  en  qué  momento  empezó  a tocar  las  campanas  en  la  torre,  y a
           ayudarle a misa al padre Antonio Isabel, sucesor de El Cachorro, y a cuidar gallos de pelea en el
           patio  de  la  casa  cural.  Cuando  el  coronel  Gerineldo  Márquez se  enteró,  lo  reprendió  duramente
           por estar aprendiendo oficios repudiados por los liberales. «La cuestión -contestó él- es que a mí
           me parece que he salido conservador.» Lo creía como si fuera una determinación de la fatalidad.
           El coronel Gerineldo Márquez, escandalizado, se lo contó a Úrsula.
              -Mejor -aprobó ella-. Ojalá se meta de cura, para que Dios entre por fin a esta casa.
              Muy pronto   se  supo  que  el  padre  Antonio  Isabel  lo  estaba preparando  para  la  primera
           comunión. Le enseñaba    el  catecismo mientras le  afeitaba  el  pescuezo a los gallos. Le explicaba
           con ejemplos simples, mientras ponían en sus nidos a las gallinas cluecas, cómo se le ocurrió a
           Dios en  el  segundo día de   la  creación  que los pollos se formaran   dentro del  huevo. Desde
           entonces manifestaba el párroco los primeros síntomas del delirio senil que lo llevó a decir, años
           más  tarde,  que  probablemente  el  diablo  había ganado  la  rebelión contra  Dios,  y que  era aquél
           quien estaba sentado   en  el  trono  celeste,  sin revelar  su  verdadera identidad para  atrapar  a los
           incautos. Fogueado por la intrepidez de su preceptor, José Arcadio Segundo llegó en pocos meses
           a ser  tan ducho   en  martingalas  teológicas  para  confundir  al  demonio,  como  diestro  en  las
           trampas de la gallera. Amaranta le hizo un traje de lino con cuello y corbata, le compró un par de
           zapatos blancos y grabó su nombre con letras doradas en el lazo del sirio. Dos noches antes de la
           primera comunión, el padre Antonio Isabel se encerró con él en la sacristía para confesarlo, con la



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