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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                             X


              Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa tarde de
           junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin
           ningún rasgo de un Buendía, no tuvo que pensar dos veces para ponerle nombre.
              -Se llamará José Arcadio -dijo.
              Fernanda del  Carpio,  la  hermosa mujer  con quien se  había casado  el  año  anterior,  estuvo  de
           acuerdo. En cambio Úrsula no pudo ocultar un vago sentimiento de zozobra. En la larga historia
           de  la  familia,  la  tenaz  repetición  de  los  nombres  le  había  permitido  sacar  conclusiones  que  le
           parecían terminantes. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José
           Arcadio  eran impulsivos  y emprendedores,    pero  estaban marcados    por  un signo  trágico.  Los
           únicos casos de  clasificación  imposible eran  los de  José Arcadio Segundo y Aureliano  Segundo.
           Fueron  tan parecidos  y traviesos  durante  la  infancia  que  ni  la  propia  Santa Sofía de  la  Piedad
           podía distinguirlos. El día del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus respectivos nombres
           y los vistió  con  ropas de  colores distintos marcadas con  las iniciales de  cada  uno, pero cuando
           empezaron a asistir a la escuela optaron por cambiarse la ropa y las esclavas y por llamarse ellos
           mismos con los nombres cruzados. El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José
           Arcadio  Segundo  por  la  camisa  verde,  perdió  los  estribos  cuando  descubrió  que  éste  tenía la
           esclava de  Aureliano  Segundo,  y  que  el  otro  decía llamarse,  sin embargo,  Aureliano  Segundo  a
           pesar de   que tenía la  camisa blanca y la    esclava marcada con    el  nombre de   José Arcadio
           Segundo.   Desde  entonces  no  se  sabía con certeza quién era quién.  Aun cuando   crecieron y  la
           vida  los hizo  diferentes, Úrsula  seguía  preguntándose si  ellos mismos no  habrían  cometido  un
           error  en  algún momento   de  su  intrincado  juego  de  confusiones,  y habían quedado  cambiados
           para siempre. Hasta el      principio de  la  adolescencia  fueron  dos mecanismos sincrónicos.
           Despertaban al mismo tiempo, sentían deseos de ir al baño a la misma hora, sufrían los mismos
           trastornos de   salud  y hasta sonaban    las mismas cosas. En      la  casa, donde se creía que
           coordinaban sus actos por el simple deseo de confundir, nadie se dio cuenta de la realidad hasta
           un día en que Santa Sofía de la Piedad le dio a uno un vaso de limonada, y más tardó en probarlo
           que el otro en decir que le faltaba azúcar. Santa Sofía de la Piedad, que en efecto había olvidado
           ponerle azúcar a la limonada, se lo contó a Úrsula. «Así son todos -dijo ella, sin sorpresa-. Locos
           de  nacimiento.»  El  tiempo  acabó de  desordenar las cosas. El  que en  los juegos de  confusión  se
           quedó  con el  nombre  de  Aureliano  Segundo  se  volvió  monumental  como  el  abuelo,  y  el  que  se
           quedó con   el  nombre de  José Arcadio Segundo se volvió   óseo como   el  coronel,  y lo  único que
           conservaron  en  común   fue  el aire  solitario  de  la  familia.  Tal vez  fue  ese  entrecruzamiento  de
           estaturas, nombres y caracteres lo que le hizo sospechar a Úrsula que estaban barajados desde la
           infancia.
              La  diferencia  decisiva se  reveló  en  plena guerra  cuando  José  Arcadio  Segundo  le  pidió  al
           coronel Gerineldo Márquez que lo llevara a ver los fusilamientos. Contra el parecer de Úrsula, sus
           deseos fueron   satisfechos. Aureliano  Segundo, en  cambio, se estremeció    ante  la  sola  idea de
           presenciar una ejecución. Prefería la casa. A los doce años le preguntó a Úrsula qué había en el
           cuarto clausurado. «Papeles -le contestó ella-. Son los libros de Melquíades y las cosas raras que
           escribía  en  sus  últimos  años.»  La  respuesta,  en  vez  de  tranquilizarlo,  aumentó  su  curiosidad.
           Insistió  tanto, prometió  con  tanto ahínco no  maltratar las cosas, que Úrsula  le  dio las llaves.
           Nadie había vuelto a entrar al cuarto desde que sacaron el cadáver de Melquíades y pusieron en
           la puerta el candado cuyas piezas se soldaron con la herrumbre. Pero cuando Aureliano Segundo
           abrió las ventanas entró una luz familiar que parecía acostumbrada a iluminar el cuarto todos los
           días, y no había el menor rastro de polvo o telaraña, sino que todo estaba barrido y limpio, mejor
           barrido y más limpio que el día del entierro, y la tinta no se había secado en el tintero ni el óxido
           había alterado el brillo de los metales, ni se había extinguido el rescoldo del atanor donde José
           Arcadio Buendía vaporizó   el  mercurio. En  los anaqueles estaban  los libros empastados en   una
           materia acartonada y pálida como la piel humana curtida, y estaban los manuscritos intactos. A
           pesar del encierro de muchos años, el aire parecía más puro que en el resto de la casa. Todo era
           tan reciente, que varias semanas después, cuando Úrsula entró al cuarto con un cubo de agua y




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