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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Rebeca trató de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción, el
templo no estaría terminado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la
creciente generosidad de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas. Ante la sorda
indignación de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea de Amaranta y
contribuyó con un aporte considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor
consideró que con otro auxilio como ese el templo estaría listo en tres años. A partir de entonces
Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que su iniciativa no había
tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo menos grave que podía hacer -le replicó
Amaranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella noche-. Así no tendré que matarte en los
próximos tres años.» Rebeca aceptó el reto.
Cuando Pietro Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis de desilusión, pero
Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo.
Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carecía del carácter impulsivo de su
novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar.
Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de
la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba
explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas lámparas de alquitrán y hasta
ayudaba a instalar en la sala sistemas de iluminación más seguros. Pero otra vez fallaba el
combustible o se atascaban las mechas, y Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del
novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la
panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse
derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre mamá -decía Rebeca con
burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas-. Cuando se muera saldrá
penando en ese mecedor.» Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de
la construcción que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro Crespi resolvió darle al padre
Nicanor el dinero que le hacía falta para terminar el templo. Amaranta no se impacientó. Mientras
conversaba con las amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de
concebir nuevas triquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que consideró más eficaz:
quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo
en la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminación
del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar
el vestido con más anticipación de lo que había previsto Amaranta. Al abrir la cómoda y
desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontró el raso del vestido y el
punto del velo y hasta la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura
de haber puesto en el envoltorio dos puñados de bolitas de naftalina, el desastre parecía tan
accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para la boda, pero
Amparo Moscote se comprometió a coser un nuevo vestido en una semana. Amaranta se sintió
desfallecer el mediodía lluvioso en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada de
punto para hacerle a Rebeca la última prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado
descendió por el cauce de su espina dorsal. Durante largos meses había temblado de pavor
esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo definitivo para la boda de Rebeca,
estaba segura de que en el último instante, cuando hubieran fallado todos los recursos de su
imaginación, tendría valor para envenenaría. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor
dentro de la coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de
alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos del crochet y se
pinchó el dedo con la aguja, pero decidió con espantosa frialdad que la fecha sería el último
viernes antes de la boda, y el modo sería un chorro de láudano en el café.
Un obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e indefinido
aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la pequeña Remedios despertó a
media noche empapada en un caldo caliente que exploté en sus entrañas con una especie de
eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su propia sangre con un par de
gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a
Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se
sintió culpable por la muerte de Remedios. No era ese el obstáculo por el que tanto había
suplicado. Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había instalado con su esposo
en una alcoba cercana al taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y
su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón de
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