Page 42 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Lo que en realidad causó indignación en el pueblo no fue el resultado de las elecciones, sino el
hecho de que los soldados no hubieran devuelto las armas. Un grupo de mujeres habló con
Aureliano para que consiguiera con su suegro la restitución de los cuchillos de cocina. Don
Apolinar Moscote le explicó, en estricta reserva, que los soldados se habían llevado las armas
decomisadas como prueba de que los liberales se estaban preparando para la guerra. Lo alarmó
el cinismo de la declaración. No hizo ningún comentario, pero cierta noche en que Gerineldo
Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros amigos del incidente de los cuchillos, le
preguntaron si era liberal o conservador. Aureliano no vaciló:
-Si hay que ser algo, seria liberal -dijo-, porque los conservadores son unos tramposos.
Al día siguiente, a instancias de sus amigos, fue a visitar al doctor Alirio Noguera para que le
tratara un supuesto dolor en el hígado. Ni siquiera sabía cuál era el sentido de la patraña. El
doctor Alirio Noguera había llegado a Macondo pocos años antes con un botiquín de globulitos sin
sabor y una divisa médica que no convenció a nadie: Un Clavo saca otro clavo. En realidad era un
farsante. Detrás de su inocente fachada de médico sin prestigio se escondía un terrorista que
tapaba con unas cáligas de media pierna las cicatrices que dejaron en sus tobillos cinco años de
cepo. Capturado en la primera aventura federalista, logró escapar a Curazao disfrazado con el
traje que más detestaba en este mundo: una sotana. Al cabo de un prolongado destierro,
embullado por las exaltadas noticias que llevaban a Curazao los exiliados de todo el Caribe, se
embarcó en una goleta de contrabandistas y apareció en Riohacha con los frasquitos de glóbulos
que no eran más que de azúcar refinada, y un diploma de la Universidad de Leipzig falsificado por
él mismo. Lloró de desencanto. El fervor federalista, que los exiliados definían como un polvorín a
punto de estallar, se había disuelto en una vaga ilusión electoral. Amargado por el fracaso,
ansioso de un lugar seguro donde esperar la vejez, el falso homeópata se refugió en Macondo. En
el estrecho cuartito atiborrado de frascos vacíos que alquiló a un lado de la plaza vivió varios años
de los enfermos sin esperanzas que después de haber probado todo se consolaban con glóbulos
de azúcar. Sus instintos de agitador permanecieron en reposo mientras don Apolinar Moscote fue
una autoridad decorativa. El tiempo se le iba en recordar y en luchar contra el asma. La
proximidad de las elecciones fue el hilo que le permitió encontrar de nuevo la madeja de la
subversión. Estableció contacto con la gente joven del pueblo, que carecía de formación política,
y se empeñó en una sigilosa campaña de instigación. Las numerosas papeletas rojas que
aparecieron en la urna, y que fueron atribuidas por don Apolinar Moscote a la novelería propia de
la juventud, eran parte de su plan: obligó a sus discípulos a votar para convencerlos de que las
elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz -decía- es la violencia.» La mayoría de los amigos de
Aureliano andaban entusiasmados con la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se
había atrevido a incluirlo en los planes, no sólo por sus vínculos con el corregidor, sino por su
carácter solitario y evasivo. Se sabía, además, que había votado azul por indicación del suegro.
Así que fue una simple casualidad que revelara sus sentimientos políticos, y fue un puro golpe de
curiosidad el que lo metió en la ventolera de visitar al médico para tratarse un dolor que no tenía.
En el cuchitril oloroso a telaraña alcanforada se encontró con una especie de iguana polvorienta
cuyos pulmones silbaban al respirar. Antes de hacerle ninguna pregunta el doctor lo llevó a la
ventana y le examinó por dentro el párpado inferior. «No es ahí», dijo Aureliano, según le habían
indicado. Se hundió el hígado con la punta de los dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor
que no me deja dormir.» Entonces el doctor Noguera cerró la ventana con el pretexto de que
había mucho sol, y le explicó en términos simples por qué era un deber patriótico asesinar a los
conservadores. Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el bolsillo de la camisa. Lo
sacaba cada dos horas, ponía tres globulitos en la palma de la mano y se los echaba de golpe en
la boca para disolverlos lentamente en la lengua. Don Apolinar Moscote se burló de su fe en la
homeopatía, pero quienes estaban en el complot re-conocieron en él a uno más de los suyos.
Casi todos los hijos de los fundadores estaban implicados, aunque ninguno sabía concretamente
en qué consistía la acción que ellos mismos tramaban. Sin embargo, el día en que el médico le
reveló el secreto a Aureliano, éste le sacó el cuerpo a la conspiración. Aunque entonces estaba
convencido de la urgencia de liquidar al régimen conservador, el plan lo horrorizó. El doctor
Noguera era un místico del atentado personal. Su sistema se reducía a coordinar una serie de
acciones individuales que en un golpe maestro de alcance nacional liquidara a los funcionarios del
régimen con sus respectivas familias, sobre todo a los niños, para exterminar el conservatismo en
la semilla. Don Apolinar Moscote, su esposa y sus seis hijas, por supuesto, estaban en la lista.
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