Page 36 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           le prestó atención. Le contestaban que durante muchos años habían estado sin cura, arreglando
           negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal. Cansado
           de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a emprender la construcción de un templo,
           el más grande del mundo con santos de tamaño natural y vidrios de colores en las paredes, para
           que  fuera gente  desde  Roma a honrar    a Dios  en  el  centro  de  la  impiedad.  Andaba por  todas
           partes pidiendo limosnas con un platillo de cobre. Le daban mucho, pero él quería más, porque el
           templo  debía tener  una campana cuyo    clamor  sacara  a flote  a los ahogados. Suplicó  tanto,  que
           perdió  la  voz.  Sus  huesos  empezaron a llenarse  de  ruidos.  Un sábado,  no  habiendo  recogido  ni
           siquiera el valor de las puertas, se dejó confundir por la desesperación. Improvisó un altar en la
           plaza y el  domingo recorrió el  pueblo  con  una  campanita, como   en  los tiempos del  insomnio,
           convocando a la misa campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros por nostalgia. Otros para que
           Dios no fuera a tomar como agravio personal el desprecio a su intermediario. Así que a las ocho
           de la mañana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con
           voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los asistentes empezaron a desbandarse, levantó los
           brazos en señal de atención.
              -Un momento    -dijo-.  Ahora vamos  a presenciar  una prueba irrebatible  del  infinito  poder  de
           Dios.
              El muchacho que había ayudado a misa le llevó una taza de chocolate espeso y humeante que
           él se tomó sin respirar. Luego se limpió los labios con un pañuelo que sacó de la manga, extendió
           los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del
           suelo.  Fue  un recurso  convincente.  Anduvo  varios  días  por  entre  las  casas,  repitiendo  la  prueba
           de  la  levitación  mediante  el estímulo  del chocolate,  mientras  el monaguillo  recogía  tanto  dinero
           en  un talego,  que  en  menos  de  un mes  emprendió  la  construcción  del  templo.  Nadie  puso  en
           duda el origen divino de la demostración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inmutarse
           el  tropel  de  gente  que  una mañana se  reunió  en  torno  al  castaño  para  asistir  una vez más  a la
           revelación.  Apenas  se  estiró  un  poco  en  el banquillo  y  se  encogió  de  hombros  cuando  el padre
           Nicanor empezó a levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado.
              -Hoc  est simplicisimun -dijo  José  Arcadio  Buendía-: homo  iste   statum quartum materiae
           invenit.
              El padre Nicanor levantó la mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo
           tiempo.
              -Nego -dijo-. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio.
              Fue  así  como  se  supo  que  era latín la  endiablada jerga de  José  Arcadio  Buendía.  El  padre
           Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona que había podido comunicarse con él,
           para  tratar  de  infundir  la  fe  en  su  cerebro  trastornado.  Todas  las  tardes  se  sentaba junto  al
           castaño,  predicando  en  latín,  pero  José  Arcadio  Buendía se  empecinó  en  no  admitir  vericuetos
           retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios. El
           padre  Nicanor  le  llevó  entonces  medallas  y estampitas  y hasta una reproducción  del  paño  de  la
           Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento cien-
           tífico.  Era tan terco,  que  el  padre  Nicanor  renunció  a sus  propósitos  de  evangelización y  siguió
           visitándolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la
           iniciativa y trató de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en
           que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las
           damas,  José  Arcadio  Buendía no  aceptó,  según dijo,  porque  nunca pudo  entender  el  sentido  de
           una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor,
           que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más
           asombrado   de  la  lucidez de  José  Arcadio  Buendía,  le  preguntó  cómo  era posible  que  lo  tuvieran
           amarrado de un árbol.
              -Hoc  est simplicisimun -contestó  él-: porque  estoy loco.  Desde  entonces,  preocupado  por  su
           propia  fe, el  cura no  volvió  a visitarlo, y se dedicó por completo  a apresurar la  construcción  del
           templo. Rebeca sintió renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la terminación de
           la obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la familia sentada
           a la  mesa  habló  de  la  solemnidad y el  esplendor  que  tendrían los  actos  religiosos  cuando  se
           construyera el  templo.  «La más   afortunada será  Rebeca»,   dijo  Amaranta.  Y como  Rebeca   no
           entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó con una sonrisa inocente:
              -Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.





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