Page 33 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           regalo, su novia le recibía la visita en la sala principal can puertas y ventanas abiertas para estar
           a salvo de toda suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque el italiano había demostrado
           ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la mano de la mujer que seria su esposa antes de un
           año. Aquellas visitas fueron  llenando la  casa de  juguetes prodigiosos. Las bailarinas de  cuerda,
           las cajas de  música, los manas acróbatas, los caballos trotadores, los payasos tamborileros, la
           rica y asombrosa fauna mecánica que llevaba Pietro Crespi, disiparan la aflicción de José Arcadio
           Buendía por  la  muerte  de  Melquíades,  y la  transportaron de  nuevo  a sus  antiguas  tiempos  de
           alquimista.  Vivía entonces  en  un paraíso  de  animales  destripados,  de  mecanismos  deshechos,
           tratando de perfeccionarías can un sistema de movimiento continua fundado en los principios del
           péndulo.  Aureliano,  por  su  parte,  había  descuidado  el taller  para  enseñar  a  leer  y  escribir  a  la
           pequeña Remedios.    Al  principia,  la  niña prefería  sus  muñecas  al  hambre  que  llegaba todas  las
           tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para bañarla y vestirla y sentaría
           en la sala a recibir la visita. Pero la paciencia y la devoción de Aureliano terminaron par seducirla,
           hasta el punto de que pasaba muchas horas con él estudiando el sentido de las letras y dibujando
           en  un  cuaderno  con  lápices de  colores casitas can  vacas en  los corrales y sales redondos con
           rayas amarillas que se ocultaban detrás de las lomas.
              Sólo  Rebeca era infeliz  con la  amenaza de  Amaranta. Conocía el  carácter  de  su hermana, la
           altivez de su espíritu, y la asustaba la virulencia de su rencor. Pasaba horas enteras chupándose
           el  dedo en  el  baño, aferrándose a  un  agotador esfuerzo de  voluntad  para  no comer tierra. En
           busca de un alivio a la zozobra llamó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Después de
           un sartal de imprecisiones convencionales, Pilar Ternera pronosticó:
              -No serás feliz mientras tus padres permanezcan insepultos. Rebeca se estremeció. Cama en el
           recuerdo  de  un  sueño se vio a sí    misma entrando    a la  casa, muy niña, con    el  baúl  y el
           mecedorcito de madera y un talego cuyo contenido no conoció jamás. Se acordó de un caballero
           calvo,  vestido  de  lino  y con el  cuello  de  la  camisa  cerrado  con un botón de  aro,  que  nada tenía
           que ver con el rey de capas. Se acordó de una mujer muy joven y muy bella, de manos tibias y
           perfumadas,  que  nada tenían en   común can las   manos  reumáticas  de  la  sota de  oros,  y que  le
           ponía flores en el cabello para sacarla a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes.
              -No entienda -dijo.
              Pilar Ternera pareció desconcertada:
              -Yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
              Rebeca quedó tan preocupada con el enigma, que se lo cantó a José Arcadio Buendía y éste la
           reprendió  por  dar  crédito  a pronósticos  de  barajas,  pera  se  dio  a la  silenciosa  tarea de  registrar
           armarios y baúles, remover muebles y voltear camas y entabladas, buscando el talega de huesos.
           Recordaba no    haberla visto desde los tiempos de     la  reconstrucción. Llamó en  secreta a los
           albañiles  y una de  ellas  reveló  que  había emparedado  el  talego  en  algún dormitorio  porque  le
           estorbaba para   trabajar. Después de   varios  días de  auscultaciones, can la  oreja pegada a las
           paredes,  percibieron  el clac  clac  profundo.  Perforaron  el muro  y  allí estaban  los  huesos  en  el
           talego  intacto.  Ese  mismo  día lo  sepultaron  en  una tumba sin lápida,  improvisada junta a la  de
           Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía regresó a la casa liberado de una carga que por un momento
           pesó tanto en su conciencia como el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio
           un beso en la frente a Rebeca.
              -Quítate las malas ideas de la cabeza -le dijo-. Serás feliz. La amistad de Rebeca abrió a Pilar
           Ternera las puertas de   la  casa, cerradas por Úrsula  desde el  nacimiento  de  Arcadio. Llegaba a
           cualquier hora del día, como un tropel de cabras, y descargaba su energía febril en los oficios más
           pesados. A veces entraba al taller y ayudaba a Arcadio a sensibilizar las láminas del daguerrotipo
           con una eficacia y una ternura que terminaron par confundirlo. Lo aturdía esa mujer. La resolana
           de su piel, su alar a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro, perturbaban su atención y
           la hacían tropezar con las cosas.
              En cierta ocasión Aureliano estaba allí, trabajando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó en la
           mesa para admirar su paciente laboriosidad. De pronto ocurrió. Aureliano comprobó que Arcadio
           estaba en el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encontrarse can los ojos de Pilar Ternera,
           cuyo pensamiento era perfectamente visible, como expuesto a la luz del mediodía.
              -Bueno -dijo Aureliano-. Dígame qué es.
              Pilar Ternera se mordió los labios can una sonrisa triste.
              -Que eres bueno para la guerra -dijo-. Donde pones el ojo pones el plomo.





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