Page 40 - Cien Años de Soledad
P. 40

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           días,  y  se  chupó  el  dedo  con tanta ansiedad que  se  le  formó  un callo  en  el  pulgar.  Vomitó  un
           líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra
           el  delirio, esperando, hasta  que la  casa  trepidaba  con  el  regreso de  José Arcadio al  amanecer.
           Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en
           calzoncillos,  despierto,  tendido  en  la  hamaca  que  había  colgado  de  los  horcones  con  cables  de
           amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de
           retroceder. «Perdone   -se excusó-.   No sabía   que estaba   aquí.»  Pero apagó la   voz  para  no
           despertar  a nadie.  «Ven  acá»,  dijo  él.  Rebeca  obedeció.  Se  detuvo  junto  a la  hamaca,  sudando
           hielo,  sintiendo  que  se  le  formaban  nudos  en  las  tripas,  mientras  José  Arcadio  le  acariciaba  los
           tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay,
           hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando
           una potencia  ciclónica asombrosamente    regulada la  levantó  por  la  cintura y la  despojó  de  su
           intimidad con tres zarpazos y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por
           haber  nacido,  antes  de  perder  la  conciencia  el placer  inconcebible  de  aquel dolor  insoportable,
           chapaleando   en  el  pantano  humeante  de  la  hamaca  que  absorbió  como  un papel   secante  la
           explosión de su sangre.
              Tres días después se casaron   en  la  misa de  cinco. José Arcadio había ido el  día anterior a la
           tienda de  Pietro  Crespi.  Lo  había encontrado  dictando  una lección  de  cítara  y no  lo  llevó  aparte
           para hablarle. «Me caso con Rebeca», le dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a
           uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el salón atiborrado
           de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo:
              -Es su hermana.
              -No me importa -replicó José Arcadio.
              Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.
              -Es contra natura -explicó- y, además, la ley lo prohibe. José Arcadio se impacientó no tanto
           con la argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.
              -Me cago dos veces en natura -dijo-. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de
           ir a preguntarle nada a Rebeca.
              Pero su  comportamiento   brutal  se quebrantó al  ver que a  Pietro Crespi  se le  humedecían  los
           ojos.
              -Ahora -le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ahí le queda Amaranta.
              El  padre  Nicanor  reveló  en  el  sermón  del  domingo  que  José  Arcadio  y Rebeca  no  eran
           hermanos.   Úrsula  no  perdonó  nunca lo  que  consideró  como  una inconcebible  falta de  respeto,  y
           cuando regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la casa. Para
           ella  era como  si  hubieran muerto.   Así  que  alquilaron una casita frente  al  cementerio  y  se
           instalaron en ella sin más muebles que la hamaca de José Arcadio. La noche de bodas a Rebeca le
           mordió el pie un alacrán que se había metido en su pantufla. Se le adormeció la lengua, pero eso
           no  impidió  que  pasaran una luna de  miel  escandalosa.  Los  vecinos  se  asustaban con los  gritos
           que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta,
           y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.
              Aureliano  fue el  único que se preocupó      por ellos. Les compró algunos muebles y les
           proporcionó dinero, hasta que José Arcadio recuperó el sentido de la realidad y empezó a trabajar
           las  tierras  de  nadie  que  colindaban con el  patio  de  la  casa.  Amaranta,  en  cambio,  no  logró
           superar jamás su   rencor contra Rebeca, aunque    la  vida  le  ofreció una  satisfacción  con  que no
           había soñado: por   iniciativa de  Úrsula,  que  no  sabía cómo  re-parar  la  vergüenza,  Pietro  Crespi
           siguió  almorzando  los martes en    la  casa, sobrepuesto al  fracaso con   una  serena  dignidad.
           Conservó   la  cinta  negra  en  el sombrero  como  una  muestra  de  aprecio  por  la  familia,  y  se
           complacía en   demostrar su   afecto  a Úrsula  llevándole regalos exóticos:  sardinas portuguesas,
           mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un primoroso mande Manila. Amaranta lo atendía
           con una cariñosa diligencia.
              Adivinaba sus gustos, le arrancaba los hilos descosidos en los puños de la camisa, y bordó una
           docena  de  pañuelos con   sus iniciales para el  día de  su  cumpleaños. Los martes, después del
           almuerzo, mientras   ella  bordaba  en  el  corredor, él  le  hacía  una  alegre compañía. Para  Pietro
           Crespi, aquella mujer que siempre consideró y trató como una niña, fue una revelación. Aunque
           su  tipo  carecía  de  gracia,  tenía  una  rara  sensibilidad  para  apreciar  las  cosas  del mundo,  y  una
           ternura secreta.  Un martes,  cuando  nadie  dudaba de   que  tarde  o  temprano  tenía que  ocurrir,





                                                             40
   35   36   37   38   39   40   41   42   43   44   45