Page 39 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           presencia daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala de visitas y
           la  sala  de  estar,  llevando  en  la  mano  unas alforjas medio  desbaratadas, y apareció  como  un
           trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las
           agujas en el aire. «Buenas», les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor
           y pasó de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar
           por la puerta de su dormitorio. «Buenas», le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos
           alertas en el mesón de orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí
           se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo.
           «Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo miró a los ojos,
           lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan
           pobre  como  se  fue,  hasta el  extremo  de  que  Úrsula  tuvo  que  darle  dos  pesos  para  pagar  el
           alquiler  del  caballo.  Hablaba el  español  cruzado  con jerga de  marineros.  Le  preguntaron  dónde
           había estado, y contestó: «Por ahí.» Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió tres
           días. Cuando despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió directamente hacia la
           tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provocó un pánico de curiosidad entre las
           mujeres.  Ordenó  música  y aguardiente   para  todos  por  su  cuenta.  Hizo  apuestas  de  pulso  con
           cinco hombres al   mismo tiempo. «Es imposible», decían, al      convencerse de   que no  lograban
           moverle el  brazo. «Tiene  niños-en-cruz.»  Catarino, que no  creía  en  artificios de  fuerza, apostó
           doce pesos a que no   movía el  mostrador. José Arcadio lo  arrancó de  su  sitio, lo  levantó en  vilo
           sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor de la
           fiesta  exhibió sobre el  mostrador su  masculinidad   inverosímil,  enteramente tatuada con   una
           maraña azul y roja de letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia
           les  preguntó  quién pagaba más.   La  que  tenía más  ofreció  veinte  pesos.  Entonces  él  propuso
           rifarse  entre  todas  a diez  pesos  el  número.  Era un precio  desorbitado,  porque  la  mujer  más
           solicitada ganaba  ocho  pesos en  una  noche, pero todas aceptaron.   Escribieron  sus nombres en
           catorce  papeletas  que  metieron  en  un sombrero,  y cada mujer  sacó  una.  Cuando  sólo  faltaban
           por sacar dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían.
              -Cinco pesos más cada una -propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas.
              De  eso  vivía.  Le  había dado  sesenta y  cinco  veces  la  vuelta al  mundo,  enrolado  en  una
           tripulación de  marineros  apátridas.  Las  mujeres  que  se  acostaron con él  aquella  noche  en  la
           tienda de  Catarino  lo  llevaron desnudo  a la  sala  de  baile  para  que  vieran que  no  tenía un
           milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos
           de los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio
           de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a
           la  mesa,  dio  muestras  de  una simpatía  radiante,  sobre  todo  cuando  contaba sus  aventuras  en
           países  remotos.  Había naufragado  y permanecido   dos  semanas  a la  deriva en  el  mar  del  Japón,
           alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y
           vuelta a salar  y cocinada al  sol  tenía un sabor  granuloso  y dulce.  En  un mediodía  radiante  del
           Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco,
           las hebillas y las armas de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de
           Víctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida
           por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la
           mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio
           sus hazañas y desventuras. «Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los
           puercos»  Pero en  el  fondo no  podía  concebir  que el  muchacho  que llevaron  los gitanos fuera  el
           mismo atarván    que se comía medio lechón     en  el  almuerzo  y cuyas ventosidades marchitaban
           flores. Algo similar le ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia
           que  le  producían en  la  mesa  sus  eructos  bestiales.  Arcadio,  que  nunca conoció  el  secreto  de  su
           filiación,  apenas  si contestaba  a  las  preguntas  que  él le  hacía  con  el propósito  evidente  de
           conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto,
           procuró  restaurar  la  complicidad  de  la  infancia,  pero  José  Arcadio  los  había  olvidado  porque  la
           vida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucumbió al
           primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era
           un currutaco  de  alfeñique  junto  a aquel  protomacho  cuya  respiración volcánica se  percibía  en
           toda  la  casa. Buscaba  su  proximidad  con  cualquier pretexto. En  cierta  ocasión  José Arcadio la
           miró el  cuerpo  con  una  atención  descarada, y le  dijo:  «Eres muy mujer, hermanita.»   Rebeca
           perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros



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