Page 41 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           Pietro Crespi le pidió que se casara con él. Ella no interrumpió su labor. Esperó a que pasara el
           caliente rubor de sus orejas e imprimió a su voz un sereno énfasis de madurez.
              -Por supuesto, Crespi -dijo-, pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es bueno precipitar las
           cosas.
              Úrsula se ofuscó. A pesar del aprecio que le tenía a Pietro Crespi, no lograba establecer si su
           decisión  era buena o  mala  desde   el  punto  de  vista moral,  después  del  prolongado  y ruidoso
           noviazgo  con Rebeca.  Pero  terminó  por  aceptarlo  como  un hecho  sin calificación,  porque  nadie
           compartió sus dudas. Aureliano, que era el       hombre de    la  casa, la  confundió  más con   su
           enigmática y terminante opinión:
              -Éstas no son horas de andar pensando en matrimonios.
              Aquella  opinión  que Úrsula  sólo  comprendió  algunos meses después era la  única sincera que
           podía expresar Aureliano en ese momento, no sólo con respecto al matrimonio, sino a cualquier
           asunto que no fuera la guerra. Él mismo, frente al pelotón de fusilamiento, no había de entender
           muy bien   cómo   se fue encadenando la    serie de  sutiles pero irrevocables casualidades que lo
           llevaron hasta ese punto. La muerte de Remedios no le produjo la conmoción que temía. Fue más
           bien un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración solitaria y
           pasiva, semejante a la que experimentó en los tiempos en que estaba resignado a vivir sin mujer.
           Volvió  a hundirse  en  el  trabajo,  pero  conservó  la  costumbre  de  jugar  dominó  con su  suegro.  En
           una casa amordazada por el luto, las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos
           hombres. «Vuelve a casarte, Aurelito -le decía el    suegro-.  Tengo seis  hijas para escoger.»  En
           cierta  ocasión,  en  vísperas de  las elecciones, don  Apolinar Moscote  regresó de   uno  de  sus
           frecuentes viajes, preocupado por la situación política del país. Los liberales estaban decididos a
           lanzarse  a la  guerra.  Como  Aureliano  tenía en  esa época nociones    muy   confusas  sobre  las
           diferencias entre conservadores y liberales, su     suegro le  daba   lecciones esquemáticas. Los
           liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de im-
           plantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a
           los  legítimos,  y de  despedazar  al  país  en  un sistema federal  que  despojara de  poderes  a la
           autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de
           Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de
           la  fe  de  Cristo,  del  principio  de  autoridad,  y no  estaban dispuestos  a permitir  que  el  país  fuera
           descuartizado  en  entidades  autónomas.   Por  sentimientos  humanitarios,  Aureliano  simpatizaba
           con la actitud liberal respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de todos modos no en-
           tendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las
           manos. Le pareció una     exageración  que su  suegro se hiciera enviar para las elecciones seis
           soldados armados con fusiles, al mando de un sargento, en un pueblo sin pasiones políticas. No
           sólo llegaron, sino que fueron de casa en casa decomisando armas de cacería, machetes y hasta
           cuchillos de cocina, antes de repartir entre los hombres mayores de veintiún años las papeletas
           azules con  los nombres de  los candidatos conservadores, y las papeletas rojas con    los nombres
           de  los  candidatos  liberales.  La  víspera  de  las  elecciones  el propio  don  Apolinar  Moscote  leyó  un
           bando  que  prohibía  desde  la  medianoche  del  sábado,  y por  cuarenta y ocho  horas,  la  venta de
           bebidas alcohólicas y la reunión de más de tres personas que no fueran de la misma familia. Las
           elecciones transcurrieron sin incidentes. Desde las ocho de la mañana del domingo se instaló en
           la  plaza  la  urna  de  madera  custodiada  por  los  seis  soldados.  Se  votó  con  entera  libertad,  como
           pudo  comprobarlo  el  propio  Aureliano,  que  estuvo  casi  todo  el  día con su  suegro  vigilando  que
           nadie  votara  más  de  una vez.  A las  cuatro  de  la  tarde,  un repique  de  redoblante  en  la  plaza
           anunció el término de la jornada, y don Apolinar Moscote selló la urna con una etiqueta cruzada
           con su firma. Esa noche, mientras jugaba dominó con Aureliano, le ordenó al sargento romper la
           etiqueta para  contar  los  votos.  Había casi  tantas  papeletas  rojas  como  azules,  pero  el  sargento
           sólo dejó diez rojas y completó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una
           etiqueta nueva y al día siguiente a primera hora se la llevaron para la capital de la provincia. «Los
           liberales irán a la guerra», dijo Aureliano. Don Apolinar no desatendió sus fichas de dominó. «Si
           lo  dices  por  los  cambios  de  papeletas,  no  irán -dijo-.  Se  dejan algunas  rojas  para  que  no  haya
           reclamos.» Aureliano comprendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal -dijo- iría a
           la guerra por esto de las papeletas.» Su suegro lo miró por encima del marco de los anteojos.
              -Ay, Aurelito -dijo-, si tú fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no hubieras visto el cambio de
           las papeletas.





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