Page 34 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Aureliano  descansó con  la  comprobación  del  presagio. Volvió  a concentrarse en  su  trabaja,
           como si nada hubiera pasado, y su voz adquirió una repasada firmeza.
              -Lo reconozco -dijo-. Llevará mi nombre.
              José  Arcadio  Buendía consiguió  par  fin lo  que  buscaba: conectó  a una bailarina de  cuerda el
           mecanismo   del  reloj,  y el  juguete  bailó  sin interrupción al  compás  de  su  propia  música  durante
           tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que cualquiera de sus empresas descabelladas. No
           volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por
           su imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las
           noches  dando  vueltas  en  el  cuarto,  pensando  en  voz alta,  buscando  la  manera  de  aplicar  los
           principios  del  péndulo  a las  carretas  de  bueyes,  a las  rejas  del  arado,  a toda la  que  fuera útil
           puesto  en  movimiento.   Lo  fatigó  tanto  la  fiebre  del  insomnio,  que  una madrugada no  pudo
           reconocer al  anciano de  cabeza  blanca y ademanes inciertos que entró en      su  dormitorio. Era
           Prudencio  Aguilar.  Cuando  por  fin lo  identificó,  asombrado  de  que  también envejecieran los
           muertos, José Arcadio Buendía se sintió   sacudido  por la  nostalgia. «Prudencio  -exclamó-,  ¡cómo
           has venido a parar tan lejos!» Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza
           de  las  vivos,  tan apremiante  la  necesidad de  compañía,  tan aterradora  la  proximidad de  la  otra
           muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor
           de sus enemigas. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos
           de  Riohacha,  a los  muertos  que  llegaban del  Valle  de  Upar,  a los  que  llegaban de  la  ciénaga,  y
           nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó
           Melquíades y lo señaló con un puntito negro en las abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio
           Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas después, estragado par
           la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: «¿Qué día es hay?» Aureliano le contestó que
           era martes.  «Eso  mismo   pensaba ya -dijo  José  Arcadio  Buendía-.  Pera  de  pronto  me  he  dado
           cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias.
           También hoy es lunes. » Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente,
           miércoles, José Arcadio Buendía volvió   al  taller. «Esta es un  desastre -dijo-. Mira el  aire, oye el
           zumbido   del sol,  igual que  ayer  y  antier.  También  hoy  es  lunes.»  Esa  noche,  Pietro  Crespi lo
           encontró  en  el corredor,  llorando  con  el llantito  sin  gracia  de  los  viejos,  llorando  par  Prudencio
           Aguilar,  por  Melquíades,  por  los  padres  de  Rebeca,  por  su  papá y su  mamá,  por  todos  los  que
           podía recordar  y que  entonces   estaban solos  en  la  muerte.  Le  regaló  un aso  de  cuerda que
           caminaba en das patas por un alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó
           qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una
           máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era imposible porque
           el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves
           volvió a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo
           se ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!» Aureliano lo reprendió coma a
           un niño y él adaptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar
           una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún
           cambio  que  revelara  el  transcurso  del  tiempo.  Estuvo  toda la  noche  en  la  cama con los  ojos
           abiertas, llamando  a Prudencio  Aguilar,  a Melquíades, a todos los muertos, para    que  fueran a
           compartir  su  desazón.  Pero  nadie  acudió.  El  viernes,  antes  de  que  se  levantara nadie,  volvió  a
           vigilar  la  apariencia  de  la  naturaleza,  hasta que  no  tuvo  la  menor  duda de  que  seguía  siendo
           lunes. Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal
           destrozó  hasta convertirlos  en  polvo  los  aparatos  de  alquimia,  el  gabinete  de  daguerrotipia,  el
           taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero com-
           pletamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió
           ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbaría, catorce para amarraría, veinte
           para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde la dejaron atado, ladrando en lengua extraña y
           echando  espumarajos   verdes  por  la  baca.  Cuando  llegaron Úrsula  y Amaranta todavía estaba
           atado  de  pies  y manos  al  tronco  del  castaño,  empapada de  lluvia y en  un estado  de  inocencia
           total. Le hablaran, y él las miró sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula le soltó las
           muñecas y los tobillos, ulceradas por la presión de las sagas, y lo dejó amarrado solamente por la
           cintura. Más tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia.








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