Page 31 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           el acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio Buendía puso entonces
           una  condición:  Rebeca, que era la  correspondida, se casaría con  Pietro Crespi. Úrsula  llevaría a
           Amaranta en un viaje a la capital de la provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con
           gente distinta la aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto como se enteró del
           acuerdo, y escribió  a su  novio una  carta jubilosa que sometió a la  aprobación  de  sus padres y
           puso al  correo sin  servirse de  intermediarios. Amaranta fingió  aceptar la  decisión  y poco a poco
           se restableció de  las calenturas, pero se prometió  a sí  misma que Rebeca se casaría solamente
           pasando por encima de su cadáver.
              El  sábado  siguiente,  José  Arcadio  Buendía se  puso  el  traje  de  paño  oscuro,  el  cuello  de
           celuloide y las botas de gamuza que había estrenado la noche de la fiesta, y fue a pedir la mano
           de  Remedios  Moscote.  El  corregidor  y su  esposa  lo  recibieron  al  mismo  tiempo  complacidos  y
           conturbados, porque ignoraban el propósito de la visita imprevista, y luego creyeron que él había
           confundido el nombre de la pretendida. Para disipar el error, la madre despertó a Remedios y la
           llevó  en  brazos  a la  sala,  todavía atarantada de  sueño.  Le  preguntaron  si  en  verdad estaba
           decidida a casarse, y ella contestó lloriqueando que solamente quería que la dejaran dormir. José
           Arcadio Buendía, comprendiendo el     desconcierto de   los Moscote, fue a aclarar las cosas con
           Aureliano. Cuando   regresó, los esposos Moscote     se habían   vestido con  ropa  formal, habían
           cambiado   la  posición  de  los muebles y puesto  flores nuevas en  los floreros, y lo  esperaban  en
           compañía   de  sus  hijas  mayores.  Agobiado  por  la  ingratitud  de  la  ocasión  y  por  la  molestia  del
           cuello  duro, José Arcadio Buendía  confirmó  que, en  efecto, Remedios era   la  elegida.  «Esto no
           tiene sentido -dijo consternado don Apolinar Moscote-. Tenemos seis hijas más, todas solteras y
           en  edad de  merecer,  que  estarían encantadas  de  ser  esposas  dignísimas  de  caballeros  serios  y
           trabajadores como su hijo, y Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se arma
           en  la  cama.»  Su  esposa, una  mujer bien   conservada, de   párpados y ademanes afligidos, le
           reprochó su incorrección. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas, habían aceptado com-
           placidos  la  decisión  de  Aureliano.  Sólo  que  la  señora  de  Moscote  suplicaba el  favor  de  hablar  a
           solas  con Úrsula.  Intrigada,  protestando  de  que  la  enredaran en  asuntos  de  hombres,  pero  en
           realidad intimidada por  la  emoción,  Úrsula  fue  a visitarla al  día siguiente.  Media hora  después
           regresó con la noticia de que Remedios era impúber. Aureliano no lo consideró como un tropiezo
           grave.  Había esperado   tanto,  que  podía esperar  cuanto  fuera necesario,  hasta que   la  novia
           estuviera en edad de concebir.
              La armonía recobrada sólo    fue  interrumpida por  la  muerte  de  Melquíades. Aunque   era un
           acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso se
           había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y critico, que pronto se le tuvo
           por  uno  de   esos  bisabuelos  inútiles  que  deambulan como     sombras    por  los  dormitorios,
           arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se
           acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama. Al principio, José Arcadio
           Buendía lo  secundaba en    sus  tareas,  entusiasmado  con la  novedad de  la  daguerrotipia y las
           predicciones  de  Nostradamus.  Pero  poco  a poco  lo  fue  abandonando  a su  soledad,  porque  cada
           vez se les hacía más difícil la comunicación. Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir
           a los interlocutores con personas que conoció en épocas remotas de la humanidad, y contestaba
           a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba tanteando el aire, aunque se
           movía por entre las cosas con una fluidez inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de
           orientación fundado  en  presentimientos  inmediatos.  Un día olvidó  ponerse  la  dentadura postiza,
           que  dejaba de  noche  en  un vaso  de  agua junto  a la  cama,  y  no  se  la  volvió  a poner.  Cuando
           Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de
           Aureliano,  lejos  de  los  ruidos  y  el  trajín  domésticos,  con una ventana inundada de  luz y  un
           estante  donde  ella  misma  ordenó   los  libros  casi deshechos  por  el polvo  y  las  polillas,  los
           quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde
           habían  prendido  unas  plantitas  acuáticas  de  minúsculas  flores  amarillas.  El nuevo  lugar  pareció
           agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de
           Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos
           que  llevó  consigo  y que  parecían fabricados  en  una materia árida que  se  resquebrajaba como
           hojaldres.  Allí tomaba  los  alimentos  que  Visitación  le  llevaba  dos  veces  al día,  aunque  en  los
           últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de legumbres. Pronto adquirió el aspecto
           de desamparo propio de los vegetarianos. La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al
           que prosperaba en el chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo



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