Page 23 - Cien Años de Soledad
P. 23

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           fidelidad a la  vida,  decidió  refugiarse  en  aquel  rincón  del  mundo  todavía no  descubierto  por  la
           muerte,  dedicada a la  explotación de  un laboratorio  de  daguerrotipia.  José  Arcadio  Buendía no
           había  oído  hablar  nunca  de  ese  invento.  Pero  cuando  se  vio  a  sí  mismo  y  a  toda  su  familia
           plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor.
           De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo
           erizada y ceniciento,  el  acartonada cuello  de  la  camisa  prendido  con un botón de  cobre,  y una
           expresión de  solemnidad asombrada,     y que  Úrsula  describía  muerta de  risa  como  «un general
           asustado.  En  verdad,  José  Arcadio  Buendía estaba asustado  la  diáfana mañana de  diciembre  en
           que  le  hicieron  el  daguerrotipo,  porque  pensaba que  la  gente  se  iba gastando  poca  a poca  a
           medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre,
           fue  Úrsula  quien  le  sacó  aquella  idea  de  la  cabeza,  como  fue  también  ella  quien  olvidó  sus
           antiguos  resquemores  y  decidió  que  Melquíades  se  quedara viviendo  en  la  casa,  aunque  nunca
           permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería
           quedar para burla de   sus nietos. Aquella  mañana   vistió  a los niños con  sus rapas mejores, les
           empolvó   la  cara  y les  dio  una cucharada de  jarabe  de  tuétano  a cada uno  para  que  pudieran
           permanecer   absolutamente   inmóviles durante  casi  das minutos  frente  a la aparatosa cámara de
           Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de
           terciopelo  negra,  entre  Amaranta y Rebeca.    Tenía la  misma languidez y la     misma mirada
           clarividente  que  había de  tener  años  más  tarde  frente  al  pelotón de  fusilamiento.  Pero  aún no
           había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga
           por  el  preciosismo  de  su  trabajo.  En  el  taller  que  compartía con el  disparatado  laboratorio  de
           Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el
           gitano  interpretaban a gritos  las  predicciones  de  Nostradamus,  entre  un estrépito  de  frascos  y
           cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y
           traspiés  que  daban a cada instante.   Aquella  consagración  al  trabajo,  el  buen  juicio  can que
           administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que
           Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un
           hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.
              Meses después volvió   Francisco el  Hombre, un  anciano trotamundos de    casi  doscientos años
           que pasaba   con  frecuencia  por Macondo divulgando  las canciones compuestas par él   mismo. En
           ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos
           de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
           recado  que  mandar   a un acontecimiento    que  divulgar,  le  pagaba das  centavos  para  que  lo
           incluyera en  su  repertorio.  Fue  así  como  se  enteró  Úrsula  de  la  muerte  de  su  madre  par  pura
           casualidad, una  noche que escuchaba las canciones con     la  esperanza de  que dijeran  algo  de  su
           hijo  José  Arcadio.  Francisca  el  Hombre,  así  llamado  porque  derrotó  al  diablo  en  un duelo  de
           improvisación  de  cantos, y cuyo verdadero nombre no     conoció nadie, desapareció de   Macondo
           durante  la  peste  del  insomnio  y  una noche  reapareció  sin ningún anuncio   en  la  tienda de
           Catarino.  Todo  el  pueblo  fue  a escucharlo  para  saber  qué  había pasado  en  el  mundo.  En  esa
           ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un
           mecedor,   y una mulata adolescente    de  aspecto  desamparado   que  la  protegía  del  sol  con un
           paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme. Encontró a Francisco el Hombre, como
           un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su
           vieja voz descordada, acompañándose      con el  mismo  acordeón  arcaico  que  le  regaló  Sir  Walter
           Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados
           por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres, estaba
           sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la
           oreja, vendía  a la  concurrencia  tazones de  guarapo  fermentado, y aprovechaba la  ocasión para
           acercarse a  los hombres y ponerles la  mano   donde no  debía.  Hacia  la  media  noche el  calor era
           insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara
           a su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.
              -Entra  tú también -le  dijo-.  Sólo  cuesta veinte  centavos.  Aureliano  echó  una moneda en  la
           alcancía que la matrona tenía en las piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata
           adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche,
           sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en sudores y
           suspiros,  el  aire  de  la  habitación  empezaba a convertirse  en  lodo.  La  muchacha quitó  la  sábana
           empapada y le     pidió  a Aureliano  que  la  tuviera de  un lado.  Pesaba como     un lienzo.  La



                                                             23
   18   19   20   21   22   23   24   25   26   27   28