Page 19 - Cien Años de Soledad
P. 19

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de  la  casa  ensartadas  en  palos  de  balso,  Aureliano  vivía  horas  interminables  en  el laboratorio
           abandonada,   aprendiendo  por  pura  investigación el  arte  de  la  platería.  Se  había estirado  tanto,
           que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de
           su  padre, pero fue necesario que Visitación    les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las
           pantalones, porque   Aureliano  no  había sacada  la  corpulencia de  las otras. La adolescencia  le
           había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en
           cambio   le  había restituido  la  expresión intensa que  tuvo  en  los  ajos  al  nacer.  Estaba tan
           concentrado   en  sus  experimentos  de  platería  que  apenas  si  abandonaba el  laboratorio  para
           comer. Preocupada   por su  ensimismamiento, José Arcadio Buendía le     dio llaves de  la  casa y un
           poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en
           ácida muriático  para preparar   agua regia y embelleció    las llaves con un baño    de  oro.  Sus
           exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a
           mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en
           su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le decía
           Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y mientras se lamentaba de su
           mala  suerte, convencida  de  que las extravagancias de   sus hijos eran  alga  tan  espantosa coma
           una  cola  de  cerdo,  Aureliano  fijó  en  ella  una  mirada  que  la  envolvió  en  un  ámbito  de
           incertidumbre.
              -Alguien va a venir -le dijo.
              Úrsula,  como  siempre  que  él  expresaba un pronóstico,  trató  de  desalentaría  can su  lógica
           casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin
           suscitar  inquietudes  ni  anticipar  anuncios  secretos.  Sin embargo,  por  encima de  toda lógica,
           Aureliano estaba seguro de su presagio.
              -No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
              El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje
           desde Manaure con    unos traficantes de  pieles que recibieron  el  encargo de  entregarla  junto con
           una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién
           era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de
           la ropa un pequeño mecedor de madera can florecitas de calores pintadas a mano y un talego de
           lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La
           carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo
           seguía  queriendo  mucho   a pesar  del  tiempo  y la  distancia y que  se  sentía  obligado  por  un
           elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada,
           que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio
           Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor
           Ulloa y su  muy digna esposa Rebeca Montiel,     a quienes Dios tuviera en   su  santa reino, cuyas
           restas adjuntaba la    presente  para  que   les dieran cristiana sepultura. Tanto    los nombres
           mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía
           ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara
           cama el  remitente  y mucha menos    en  la  remota población de  Manaure.  A través  de  la  niña fue
           imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó
           a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que
           diera señal  alguna de  entender  lo  que  le  preguntaban.  Llevaba un traje  de  diagonal  teñido  de
           negro, gastada por el   uso, y unas desconchadas botines de     charol. Tenía el  cabello  sostenido
           detrás de las orejas can moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas
           por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de
           cobre cama   amuleto contra  el  mal  de  ajo. Su  piel  verde, su  vientre redondo y tenso como  un
           tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran
           de  comer se quedó can    el  plato en  las piernas sin  probarla. Se  llegó  inclusive a  creer que era
           sordomuda,   hasta que  los  indios  le  preguntaran en  su  lengua si  quería  un poco  de  agua y  ella
           movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can la cabeza.
              Se  quedaron  con ella  porque  no  había más   remedio.  Decidieran llamarla Rebeca,    que  de
           acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente
           a ella todo el santoral y no logró que reaccionara can ningún nombre. Como en aquel tiempo no
           había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta nadie, conservaron la talega
           con los  huesos  en  espera  de  que  hubiera  un lugar  digno  para  sepultarías,  y durante  mucho
           tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con su



                                                             19
   14   15   16   17   18   19   20   21   22   23   24