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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio
abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto,
que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de
su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las
pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia le
había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en
cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan
concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para
comer. Preocupada por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un
poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en
ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus
exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a
mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en
su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le decía
Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y mientras se lamentaba de su
mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma
una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de
incertidumbre.
-Alguien va a venir -le dijo.
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentaría can su lógica
casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin
suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica,
Aureliano estaba seguro de su presagio.
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje
desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con
una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién
era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de
la ropa un pequeño mecedor de madera can florecitas de calores pintadas a mano y un talego de
lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La
carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo
seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un
elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada,
que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio
Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor
Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas
restas adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres
mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía
ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara
cama el remitente y mucha menos en la remota población de Manaure. A través de la niña fue
imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó
a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que
diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de
negro, gastada por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido
detrás de las orejas can moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas
por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de
cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un
tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran
de comer se quedó can el plato en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era
sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de agua y ella
movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de
acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente
a ella todo el santoral y no logró que reaccionara can ningún nombre. Como en aquel tiempo no
había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta nadie, conservaron la talega
con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante mucho
tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con su
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