Page 26 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Quiero advertirle que estoy armado.
              José Arcadio Buendía no   supo  en  qué momento se le   subió a las manos la  fuerza  juvenil  con
           que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levantó a la altura de
           sus ajos.
              -Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto
           por el resto de mi vida.
              Así  la  llevó  por  la  mitad de  la  calle,  suspendido  por  las  solapas,  hasta que  lo  puso  sobre  sus
           das pies en  el  camino  de  la  ciénaga. Una semana  después estaba  de  regreso con  seis soldados
           descalzos  y harapientos,  armados  con escopetas,   y una carreta de   bueyes  donde  viajaban su
           mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran  otras das carretas con  los muebles, los baúles y los
           utensilios  domésticas.  Instaló  la  familia  en  el Hotel de  Jacob,  mientras  conseguía  una  casa,  y
           volvió  a abrir el  despacho  protegido por los soldados. Los fundadores de  Macondo, resueltos a
           expulsar a los invasores, fueron  can  sus hijas mayores a ponerse a disposición   de  José Arcadio
           Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto can su mujer
           y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió
           arreglar la situación por las buenas.
              Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el bigote negro de puntas
           engomadas,    y tenía la  voz un poco    estentórea   que  había de   caracterizarlo  en  la  guerra.
           Desarmadas,   sin hacer  caso  de  la  guardia,  entraron  al  despacho  del  corregidor.  Don Apolinar
           Moscote  no  perdió  la  serenidad.  Les  presentó  a  dos  de  sus  hijas  que  se  encontraban  allí por
           casualidad: Amparo,   de  dieciséis  años,  morena como  su  madre,  y Remedios,  de  apenas  nueve
           años,  una preciosa  niña can piel  de  lirio  y  ojos  verdes.  Eran graciosas  y  bien  educadas.  Tan
           pronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran.
           Pera ambas permanecieron de pie.
              -Muy bien, amiga -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la
           puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas.
              Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar.
           «Sólo  le  ponemos  das  condiciones  -agregó-.  La  primera: que  cada quien pinta su  casa  del  color
           que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el
           orden.» El corregidor levantó la mano derecha can todas los dedos extendidos.
              -¿Palabra de honor?
              -Palabra  de  enemigo  -dijo  José  Arcadio  Buendía. Y añadió  en  un tono  amargo-: Porque  una
           cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas.
              Esa misma tarde se fueran los soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió
           una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de
           Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó
           doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar,
           como una piedrecita en el zapato.
































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