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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                            III





              El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. Úrsula
           lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de su marido que no pudo tolerar
           la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición
           de  que  se  ocultara  al  niño  su  verdadera identidad.  Aunque  recibió  el  nombre  de  José  Arcadio,
           terminaron  por  llamarlo  simplemente  Arcadio  para  evitar  confusiones.  Había  por  aquella  época
           tanta actividad en  el  pueblo  y tantos  trajines  en  la  casa,  que  el  cuidado  de  los  niños  quedó
           relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al
           pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía
           varios  años.  Ambos  eran  tan  dóciles  y  serviciales  que  Úrsula  se  hizo  cargo  de  ellos  para  que  la
           ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira
           antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin
           que  Úrsula  se  diera cuenta,  porque  andaba demasiado   ocupada en   un prometedor   negocio  de
           animalitos  de  caramelo.  Macondo   estaba transformado.    Las  gentes  que  llegaron con Úrsula
           divulgaron  la  buena calidad  de  su  suelo y su  posición  privilegiada con  respecto  a la  ciénaga, de
           modo   que  la  escueta aldea de  otro  tiempo  se  convirtió  muy pronto  en  un pueblo  activo,  con
           tiendas  y talleres  de  artesanía,  y una ruta de  comercio  permanente   por  donde  llegaran los
           primeros  árabes   de  pantuflas  y  argollas  en  las  orejas,  cambiando  collares  de  vidrio  por
           guacamayas.   José  Arcadio  Buendía no  tuvo  un instante  de  reposo.  Fascinado  por  una realidad
           inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación, perdió
           todo  interés  por  el  laboratorio  de  alquimia,  puso  a descansar  la  materia extenuada por  largos
           meses  de  manipulación,  y volvió  a ser  el  hombre  emprendedor   de  los  primeros  tiempos  que
           decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara
           de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se
           echaron cimientos   ni  se  pararon cercas  sin consultárselo,  y  se  determinó  que  fuera él  quien
           dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria
           ambulante   transformada en   un gigantesco  establecimiento  de  juegos  de  suerte  y azar,  fueron
           recibidos con  alborozo  porque  se pensó que José Arcadio regresaba con   ellos. Pero José Arcadio
           no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles
           razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo
           en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José
           Arcadio Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades,
           que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su milenaria sabiduría y sus fabulosos
           inventos,  encontraría siempre  las  puertas  abiertas.  Pero  la  tribu de  Melquíades,  según contaron
           los  trotamundos,  había sido  borrada de  la  faz de  la  tierra  por  haber  sobrepasado  los  limites  del
           conocimiento humano.
              Emancipado   al  menos  por  el  momento  de  las  torturas  de  la  fantasía,  José  Arcadio  Buendía
           impuso  en  poco  tiempo  un estado   de  orden y trabajo,  dentro  del  cual  sólo  se  permitió  una
           licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con
           sus flautas, y la  instalación  en  su  lugar de  relojes musicales en  todas las casas. Eran  unos
           preciosos  relojes  de  madera  labrada que  los  árabes  cambiaban por  guacamayas,    y que  José
           Arcadio  Buendía sincronizó  con tanta precisión,  que  cada media hora  el  pueblo  se  alegraba con
           los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto
           y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años
           que en  las calles del  pueblo  se sembraran  almendros en  vez  de  acacias, y quien  descubrió  sin
           revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue
           un  campamento    de  casas de  madera y techos de    cinc, todavía perduraban   en  las calles más
           antiguas  los  almendros  rotos  y polvorientas,  aunque   nadie  sabía entonces  quién los   había
           sembrado.   Mientras  su  padre  ponía en  arden el  pueblo  y su  madre  consolidaba el  patrimonio
           doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían



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