Page 18 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
III
El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. Úrsula
lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de su marido que no pudo tolerar
la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición
de que se ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José Arcadio,
terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época
tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de los niños quedó
relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al
pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía
varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la
ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira
antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin
que Úrsula se diera cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de
animalitos de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de
modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con
tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaran los
primeros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por
guacamayas. José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad
inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación, perdió
todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a descansar la materia extenuada por largos
meses de manipulación, y volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que
decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara
de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se
echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien
dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria
ambulante transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron
recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio
no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles
razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo
en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José
Arcadio Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades,
que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea can su milenaria sabiduría y sus fabulosos
inventos, encontraría siempre las puertas abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron
los trotamundos, había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del
conocimiento humano.
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía
impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una
licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con
sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos
preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José
Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con
los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminación de un mediodía exacto
y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años
que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin
revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue
un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más
antiguas los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sabía entonces quién los había
sembrado. Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio
doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían
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