Page 27 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
IV
La casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile. Úrsula había concebido
aquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta convertidas en adolescentes, y casi
puede decirse que el principal motivo de la construcción fue el deseo de procurar a las muchachas
un lugar digno donde recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese propósito, trabajó
coma un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que estuvieran
terminadas había encargado costosas menesteres para la decoración y el servicio, y el invento
maravilloso que había de suscitar el asombro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola. La
llevaron a pedazos, empacada en varios cajones que fueron descargados junto con los muebles
vieneses, la cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias, los manteles de
Holanda y una rica variedad de lámparas y palmatorias, y floreros, paramentos y tapices. La casa
importadora envió por su cuenta un experto italiana, Pietro Crespi, para que armara y afinara la
pianola, instruyera a los compradores en su manejo y las enseñara a bailar la música de moda
impresa en seis rollos de papel.
Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor educada que se había visto en
Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almilla
brocada y el grueso saca de paño oscuro. Empapado en sudar, guardando una distancia reverente
con los dueños de la casa, estuvo varias semanas encerrado en la sala, con una consagración
similar a la de Aureliano en su taller de orfebre. Una mañana, sin abrir la puerta, sin convocar a
ningún testigo del milagro, colocó el primer rollo en la pianola, y el martilleo atormentador y el
estrépito constante de los listones de madera cesaron en un silencio de asombro, ante el orden y
la limpieza de la música. Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulminado
no por la belleza de la melodía, sino par el tecleo autónomo de la pianola, e instaló en la sala la
cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible. Ese
día el italiano almorzó con ellos. Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa, se intimidaron con la
fluidez con que manejaba los cubiertos aquel hombre angélico de manos pálidas y sin anillos. En
la sala de estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las enseñó a bailar. Les indicaba los
pasos sin tocarlas, marcando el compás con un metrónomo, baja la amable vigilancia de Úrsula,
que no abandonó la sala un solo instante mientras sus hijas recibían las lecciones. Pietro Crespi
llevaba en esos días unos pantalones especiales, muy flexibles y ajustados, y unas zapatillas de
baile. «No tienes por qué preocuparte tanto -le decía José Arcadio Buendía a su mujer-. Este
hombre es marica.» Pero ella no desistió de la vigilancia mientras no terminó el aprendizaje y el
italiano se marchó de Macondo. Entonces empezó la organización de la fiesta. Úrsula hizo una
lista severa de los invitados, en la cual los únicos escogidos fueron los descendientes de los
fundadores, salvo la familia de Pilar Ternera, que ya había tenido otros dos hijos de padres
desconocidos. Era en realidad una selección de clase, sólo que determinada por sentimientos de
amistad, pues los favorecidos no sólo eran los más antiguos allegados a la casa de José Arcadio
Buendía desde antes de emprender el éxodo que culminó con la fundación de Macondo, sino que
sus hijos y nietos eran los compañeros habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus
hijas eran las únicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta. Don Apolinar
Moscote, el gobernante benévolo cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos recursos a
dos policías armados con bolillos de palo, era una autoridad ornamental. Para sobrellevar los
gastos domésticos, sus hijas abrieron un taller de costura, donde lo mismo hacían flores de fieltro
que bocadillos de guayaba y esquelas de amor por encargo. Pero a pesar de ser recatadas y
serviciales, las más bellas del pueblo y las más diestras en los bailes nuevos, no consiguieron que
se les tomara en cuenta para la fiesta.
Mientras Úrsula y las muchachas desempacaban muebles, pulían las vajillas y colgaban
cuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los
espacios pelados que construyeron los albañiles, José Arcadio Buendía renunció a la persecución
de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia
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