Page 28 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           secreta.  Dos  días  antes  de  la  fiesta,  empantanado  en  un reguero  de  clavijas  y martinetes
           sobrantes,  chapuceando   entre  un enredijo  de  cuerdas  que  desenrollaba por  un extremo   y se
           volvían a enrollar   por  el  otro,  consiguió  malcomponer  el  instrumento.  Nunca hubo    tantos
           sobresaltos  y  correndillas  como  en  aquellos  días,  pero  las  nuevas  lámparas  de  alquitrán  se  en-
           cendieron  en  la  fecha y a la  hora previstas. La casa se abrió, todavía olorosa a resinas y a cal
           húmeda, y los hijos y nietos de     los fundadores conocieron   el  corredor de  los helechos y las
           begonias, los aposentos silenciosos, el    jardín  saturado  por la  fragancia de  las rosas, y se
           reunieron  en  la  sala  de  visita frente  al  invento  desconocido  que  había sido  cubierto  con una
           sábana blanca.  Quienes   conocían el  pianoforte,  popular  en  otras  poblaciones  de  la  ciénaga,  se
           sintieron un poco descorazonados, pero más amarga fue la desilusión de Úrsula cuando colocó el
           primer  rollo  para  que  Amaranta y Rebeca    abrieran el  baile,  y el  mecanismo   no  funcionó.
           Melquíades, ya casi  ciego, desmigajándose de   decrepitud, recurrió a las artes de  su  antiquísima
           sabiduría para tratar de componerlo. Al fin José Arcadio Buendía logró mover por equivocación un
           dispositivo atascado, y la música salió primero a borbotones, y luego en un manantial de notas
           enrevesadas. Golpeando contra las cuerdas puestas sin        orden  ni  concierto y templadas con
           temeridad,  los martinetes se desquiciaron. Pero los porfiados descendientes de        los veintiún
           intrépidos que desentrañaron   la  sierra buscando el  mar por el  Occidente, eludieron  los escollos
           del trastrueque melódico, y el baile se prolongó hasta el amanecer.
              Pietro  Crespi  volvió  a componer  la  pianola. Rebeca y Amaranta lo   ayudaron  a ordenar  las
           cuerdas y lo secundaron en sus risas por lo enrevesado de los valses. Era en extremo afectuoso,
           y de índole tan honrada, que Úrsula renunció a la vigilancia. La víspera de su viaje se improvisó
           con la  pianola restaurada un baile   para  despedirlo,  y él  hizo  con Rebeca  una demostración
           virtuosa de las danzas modernas. Arcadio y Amaranta los igualaron en gracia y destreza. Pero la
           exhibición  fue  interrumpida porque  Pilar  Ternera,  que  estaba en  la  puerta con los  curiosos,  se
           peleó a mordiscos y tirones de    pelo  con  una  mujer que se atrevió a comentar que el      joven
           Arcadio  tenía nalgas  de  mujer.  Hacia la  medianoche,  Pietro  Grespi  se  despidió  con un discursito
           sentimental y prometió volver muy pronto. Rebeca lo acompañó hasta la puerta, y luego de haber
           cerrado la casa y apagado las lámparas, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto inconsolable que
           se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció ni siquiera Amaranta. No era extraño su her-
           metismo.   Aunque   parecía expansiva y     cordial,  tenía un carácter   solitario  y  un corazón
           impenetrable. Era una adolescente espléndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba en
           seguir  usando  el  mecedorcito de  madera con  que llegó  a la  casa, muchas veces reforzado y ya
           desprovisto  de  brazos.  Nadie  había descubierto  que  aún a esa edad,  conservaba el  hábito  de
           chuparse  el  dedo.  Por  eso  no  perdía  ocasión de  encerrarse  en  el  baño,  y había adquirido  la
           costumbre de dormir con la cara vuelta contra la pared. En las tardes de lluvia, bordando con un
           grupo de amigas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una lágrima
           de nostalgia le salaba el paladar cuando veía las vetas de tierra húmeda y los montículos de barro
           construidos por las lombrices en el jardín. Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las
           naranjas  con  ruibarbo,  estallaron  en  un  anhelo  irreprimible  cuando  empezó  a  llorar.  Volvió  a
           comer tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor sería el mejor
           remedio  contra  la  tentación.  Y en  efecto  no  pudo  soportar  la  tierra  en  la  boca.  Pero  insistió,
           vencida por el ansia creciente, y poco a poco fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los
           minerales primarios, la  satisfacción  sin  resquicios del  alimento  original. Se  echaba  puñados de
           tierra en los bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un confuso sentimiento de dicha y
           de  rabia, mientras adiestraba  a sus amigas en  las puntadas más difíciles y conversaba   de  otros
           hombres que no    merecían  el  sacrificio  de  que se comiera por ellos la  cal  de  las paredes. 'Los
           puñados de   tierra hacían  menos remoto    y más cierto   al  único hombre que merecía aquella
           degradación,  como   si  el  suelo que él  pisaba  con  sus finas botas de  charol  en  otro lugar del
           mundo,   le  transmitiera  a  ella  el peso  y  la  temperatura  de  su  sangre  en  un  sabor  mineral que
           dejaba un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el corazón. Una tarde, sin ningún
           motivo, Amparo Moscote pidió permiso para conocer la casa. Amaranta y Rebeca, desconcertadas
           por  la  visita  imprevista,  la  atendieron  con  un  formalismo  duro.  Le  mostraron  la  mansión
           reformada, le hicieron oír los rollos de la pianola y le ofrecieron naranjada con galletitas. Amparo
           dio  una lección  de  dignidad,  de  encanto  personal,  de  buenas  maneras,  que  impresionó  a Úrsula
           en  los breves instantes en  que asistió a la  visita. Al  cabo  de  dos horas, cuando  la  conversación
           empezaba a languidecer,    Amparo  aprovechó   un descuido  de  Amaranta y le  entregó  una carta a
           Rebeca. Ella alcanzó a ver el nombre de la muy distinguida señorita doña Rebeca Buendía, escrito



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