Page 22 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero
pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del
laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la
inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta
los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un
hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca,
malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de
que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se
recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era
una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar
contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y
a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que
había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro
más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves
para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta
fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien
más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en
las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a
vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y
donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el
laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces
construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.
Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar
mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció par el
camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando
una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue
directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo,
ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del
olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada par la incertidumbre y
sus manas parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo
donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado
en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía can atención
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,
temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su
falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces
comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín
con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la
luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en
una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante
resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y
Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el
pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la
soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su
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