Page 25 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de  espacio.  Entonces   sacó  el  dinero  acumulado   en  largos  años  de  dura   labor,  adquirió
           compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
           una  sala  formal  para las visitas, otra más cómoda  y fresca para el  uso diario, un  comedor para
           una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
           con ventanas   hacia el  patio  y un largo  corredor  protegido  del  resplandor  del  mediodía  por  un
           jardín  de  rasas,  con un pasamanos   para  poner  macetas   de  helechos  y tiestos  de  begonias.
           Dispuso  ensanchar   la  cocina para  construir  das  hornos,  destruir  el  viejo  granero  donde  Pilar
           Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que nunca
           faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño
           para  las  mujeres  y  otra  para  los  hombres,  y  al fondo  una  caballeriza  grande,  un  gallinero
           alambrado,   un establo  de  ordeña y una pajarera     abierta a los  cuatro  vientos  para  que  se
           instalaran  a su  gusta los pájaros sin  rumbo. Seguida por docenas de     albañiles y carpinteros,
           como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz
           y  la  conducta  del calor,  y  repartía  el espacio  sin  el menor  sentido  de  sus  límites.  La  primitiva
           construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por
           el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes
           estorbaban,  exasperados   por  el  talego  de  huesas  humanos  que  los  perseguía por  todas  partes
           can  su  sorda cascabeleo. En  aquella  incomodidad,  respirando  cal  viva y melaza  de  alquitrán,
           nadie  entendió  muy bien  cómo  fue  surgiendo  de  las  entrañas  de  la  tierra  no  sólo  la  casa  más
           grande  que  habría  nunca en  el  pueblo,  sino  la  más  hospitalaria  y  fresca  que  hubo  jamás  en  el
           ámbito  de  la  ciénaga.  José  Arcadio  Buendía,  tratando  de  sorprender  a la  Divina Providencia en
           medio del cataclismo, fue quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando
           Úrsula  lo  sacó  de  su  mundo  quimérico  para  informarle  que  había orden de  pintar  la  fachada de
           azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José
           Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.
              -¿Quién es este tipo? -preguntó.
              -El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.
              Don Apolinar  Moscote,  el  corregidor,  había llegado  a Macondo  sin hacer  ruido.  Se  bajó  en  el
           Hotel  de  Jacob -instalado  por  uno  de  los  primeras  árabes  que  llegaron haciendo  cambalache  de
           chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos
           cuadras de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la
           pared un escudo   de  la  república que  había traído  consigo,  y pintó  en  la  puerta el  letrero:  Co-
           rregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar
           el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
           mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.
           «¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de
           complexión  sanguínea, contestó   que sí. «¿Can  qué derecho?»,   volvió  a preguntar José Arcadio
           Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido
           nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.
              -En este  pueblo  no  mandamos  con papeles  -dijo  sin perder  la  calma-.  Y para  que  lo  sepa de
           una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
              Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada
           recuento  de  cómo  habían fundado   la  aldea,  de  cómo  se  habían repartido  la  tierra,  abierto  los
           caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado
           a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos
           muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que
           el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera
           dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían fundado un
           pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote
           se  había puesto  un saco  de  dril,  blanco  como  sus  pantalones,  sin perder  en  ningún momento  la
           pureza de sus ademanes.
              -De  modo  que  si  usted se  quiere  quedar  aquí,  como  otro  ciudadana común y corriente,  sea
           muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando
           a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque
           mi casa ha de ser blanca como una paloma.
              Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con
           una cierta aflicción:



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