Page 20 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la
           vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la
           casa. Nada le llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora buscaba
           con ajos  asustados,  como   si  esperara  encontrarla en  algún lugar  del  aire.  No  lograron  que
           comiera en   varios  días.  Nadie  entendía  cómo  no  se  había muerta de  hambre,  hasta que  los
           indígenas, que se daban cuenta de todo porque recorrían la casa sin cesar can sus pies sigilosos,
           descubrieron que  a Rebeca   sólo  le  gustaba comer  la  tierra  húmeda del  patio  y las  tortas  de  cal
           que  arrancaba de  las  paredes  con las  uñas.  Era evidente  que  sus  padres,  o  quienquiera que  la
           hubiese  criado,  la  habían reprendido  por  ese  hábito,  pues  lo  practicaba a escondidas  y con
           conciencia  de  culpa,  procurando  trasponer  las  raciones  para  comerlas  cuando  nadie  la  viera.
           Desde  entonces  la  sometieron  a una vigilancia  implacable.  Echaban hiel  de  vaca  en  el  patio  y
           untaban ají picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio perniciosa, pero
           ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que Úrsula se vio forzada a
           emplear recursos más drásticas. Ponía jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al
           serena toda la noche, y le daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho
           que aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia
           amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era tan rebelde y tan
           fuerte a pesar de su raquitismo, que tenían que barbearía como a un becerro para que tragara la
           medicina,  y apenas  si  podían reprimir  sus  pataletas  y soportar  los  enrevesados  jeroglíficos  que
           ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que según decían las escandalizadas indígenas eran
           las obscenidades más gruesas que se podían       concebir  en  su  idioma. Cuando  Úrsula  lo  supo,
           complementó   el  tratamiento  con correazos.  No  se  estableció  nunca si  lo  que  surtió  efecto  fue  el
           ruibarbo  a  las  tollinas,  o  las  dos  cosas  combinadas,  pero  la  verdad  es  que  en  pocas  semanas
           Rebeca   empezó   a dar  muestras   de  restablecimiento.  Participó  en  los  juegos  de  Arcadio  y
           Amaranta, que la recibieron coma una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien de
           los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la lengua de los
           indios,  que  tenía  una  habilidad  notable  para  los  oficias  manuales  y  que  cantaba  el valse  de  los
           relojes con una letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron en considerarla
           como  un miembro    más   de  la  familia.  Era  con Úrsula  más  afectuosa  que  nunca  lo  fueron  sus
           propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José
           Arcadio  Buendía.  De  modo  que  terminó  por  merecer  tanto  como  los  otros  el  nombre  de  Rebeca
           Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó can dignidad hasta la muerte.
              Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir
           en  el  cuarto  de  los otros niños, la  india que dormía  con  ellos despertó  par casualidad  y oyó un
           extraño ruido intermitente  en  el  rincón. Se  incorporó alarmada, creyendo que había  entrada  un
           animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos
           alumbrados como los de un gato en la oscuridad.
              Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos
           los síntomas de   la  enfermedad cuya amenaza los había obligada, a ella       y a su hermano,    a
           desterrarse  para  siempre  de  un reino  milenario  en  el  cual  eran príncipes.  Era la  peste  del
           insomnio.
              Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón fatalista le
           indicaba que  la  dolencia  letal  había de  perseguiría de  todos  modos  hasta el  último  rincón  de  la
           tierra.  Nadie  entendió  la  alarma de  Visitación.  «Si  no  volvemos  a dormir,  mejor  -decía  José
           Arcadio Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero la india les explicó que lo
           más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no
           sentía  cansancio  alguno,  sino  su  inexorable  evolución hacia una manifestación más  crítica: el
           olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
           borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y
           por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una
           especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de
           una de tantas dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso,
           tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.
              Al  cabo  de  varias semanas, cuando   el  terror de  Visitación  parecía aplacado, José Arcadio
           Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que también
           había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le contestó:





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