Page 21 - Cien Años de Soledad
P. 21
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día
siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó
asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la
noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cum-
pleaños. No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que
entra en la casa, nadie escapa a la peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su
madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero
no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de
alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las
imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en
su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido
de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de aro, le llevaba una rama de
rosas. Lo acompañaba una mujer de manas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña
en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque
hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto.
Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de
caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban
encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio
y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto
a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque
entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto,
que pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los
brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían
dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas
chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón,
y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que
si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador
decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se
quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba
por noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a
las jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se
acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga.
Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas
y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas
de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo
recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos
supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no
había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de
beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al
perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su
ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varias meses de las
evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de
las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el
pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo
dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del
yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella
21