Page 17 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras
de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su
alborozo. Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado ausente más de una hora, y le
dijo:
-Asómate a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse la perplejidad cuando salió a la
calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos
lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían
mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos,
puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la
realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había
pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no
había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su
frustrada búsqueda de los grandes inventos.
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