Page 16 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la
           muchacha    parecieron  desarticularse con  un  crujido desordenado como     el  de  un  fichero de
           dominó,  y su  piel  se  deshizo  en  un sudor  pálido  y sus  ojos  se  llenaron de  lágrimas  y todo  su
           cuerpo  exhaló  un lamento   lúgubre  y un vago   olor  de  lodo.  Pero  soportó  el  impacto  con una
           firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo
           hacia un estado   de  inspiración seráfica,  donde  su  corazón se  desbarató  en  un manantial  de
           obscenidades   tiernas  que  le  entraban a la  muchacha por   los  oídos  y le  salían por  la  boca
           traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en
           la cabeza y se fue con los gitanos.
              Cuando   Úrsula  descubrió  su  ausencia,  lo  buscó  por  toda la  aldea.  En  el  desmantelado
           campamento    de  los  gitanos  no  había más  que  un reguero  de  desperdicios  entre  las  cenizas
           todavía humeantes    de  los  fogones  apagados.  Alguien que  andaba por  ahí  buscando  abalorios
           entre la basura le dijo a Úrsula que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la fa-
           rándula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora. «¡Se metió de gitano!», le gritó
           ella a su marido, quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.
              -Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces
           machacada y recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.
              Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le
           indicaron,  y creyendo  que  todavía tenía tiempo  de  alcanzarlos,  siguió  alejándose  de  la  aldea,
           hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía
           no  descubrió  la  falta de  su  mujer sino  a las ocho   de  la  noche, cuando   dejó  la  materia
           recalentándose en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que
           estaba ronca de   llorar.  En  pocas  horas  reunió  un grupo  de  hombres  bien  equipados,  puso  a
           Amaranta   en  manos de  una  mujer que se ofreció para   amamantaría,   y se perdió  por senderos
           invisibles en  pos de  Úrsula. Aureliano  los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua
           desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de
           tres días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.
              Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó          vencer por la   consternación.  Se
           ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a
           ser amamantada    cuatro veces al  día y hasta le  cantaba en  la  noche las canciones que Úrsula
           nunca supo   cantar.  En  cierta ocasión,  Pilar  Ternera se  ofreció  para  hacer  los  oficios  de  la  casa
           mientras  regresaba  Úrsula.  Aureliano,  cuya  misteriosa  intuición  se  había  sensibilizado  en  la
           desdicha,  experimentó  un fulgor  de  clarividencia al  verla entrar.  Entonces  supo  que  de  algún
           modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de
           su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió
           a la casa.
              El  tiempo  puso las cosas en  su  puesto. José Arcadio Buendía y su   hijo  no  supieron  en  qué
           momento    estaban otra  vez en  el  laboratorio,  sacudiendo  el  polvo,  prendiendo  fuego  al  atanor,
           entregados  una vez más    a la  paciente  manipulación  de  la  materia dormida desde  hacía varios
           meses   en  su  cama  de  estiércol.  Hasta  Amaranta,  acostada   en  una  canastilla  de  mimbre,
           observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido
           por  los  vapores  del  mercurio.  En  cierta ocasión,  meses  después  de  la  partida de  Úrsula,  em-
           pezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en
           un armario  se  hizo  tan pesado  que  fue  imposible  moverlo.  Una cazuela de  agua colocada en  la
           mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio
           Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin lograr explicárselos,
           pero  interpretándolos  como  anuncios  de  la  materia.  Un  día  la  canastilla  de  Amaranta  empezó  a
           moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de
           Aureliano,  que  se  apresuró  a  detenerla.  Pero  su  padre  no  se  alteró.  Puso  la  canastilla  en  su
           puesto  y la  amarró  a la  pata de  una mesa,  convencido  de  que  el  acontecimiento  esperado  era
           inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
              -Si no temes a Dios, témele a los metales.
              De pronto, casi   cinco meses después de      su  desaparición, volvió  Úrsula. Llegó exaltada,
           rejuvenecida, con   ropas nuevas de    un  estilo  desconocido  en  la  aldea. José Arcadio Buendía
           apenas si pudo resistir el impacto. «¡Era esto -gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creía de
           veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo
           de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación



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