Page 15 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           saforada  pero momentánea de      sus noches secretas. Pilar, sin   embargo, rompió    el  encanto.
           Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma
           y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora si eres un hombre», le dijo. Y
           corno él no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra:
              -Vas a tener un hijo.
              José Arcadio no   se atrevió a salir  de  su  casa en  varios días. Le bastaba con  escuchar la
           risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los ar-
           tefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con
           alborozo  al  hijo  extraviado  y lo  inició  en  la  búsqueda de  la  piedra  filosofal,  que  había por  fin
           emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al
           nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que
           hacían  alegres saludos con  la  mano, y José Arcadio Buendía ni   siquiera la  miró. «Déjenlos que
           sueñen -dijo-. Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable
           sobrecamas.» A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los podere 5  del huevo
           filosófico, que simplemente le     parecía un   frasco mal   hecho. No lograba escapar de        su
           preocupación. Perdió  el  apetito y el  sueño, sucumbió  al  mal  humor, igual  que su  padre ante  el
           fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo
           relevó  de  los  deberes  en  el  laboratorio  creyendo  que  había tomado  la  alquimia  demasiado  a
           pecho.  Aureliano,  por  supuesto,  comprendió  que  la  aflicción  del hermano  no  tenía  origen  en  la
           búsqueda de   la  piedra  filosofal,  pero  no  consiguió  arrancarle  una confidencia.  Rabia perdido  su
           antigua espontaneidad.    De cómplice y comunicativo se hizo      hermético y hostil.   Ansioso de
           soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de
           costumbre, pero no   fue a casa de   Pilar Ternera, sino  a confundirse con  el  tumulto de  la  feria.
           Después   de  deambular   por  entre  toda suerte  de  máquinas  de  artificio,  Sin interesarse  por
           ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una niña, agobiada
           de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud
           que  presenciaba el  triste  espectáculo  del  hombre  que  se  convirtió  en  víbora  por  desobedecer  a
           sus padres.
              José  Arcadio  no  puso  atención.  Mientras  se  desarrollaba el  triste  interrogatorio  del  hombre-
           víbora, se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la
           gitana, y se había detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de
           separarse, pero José Arcadio se apretó    con  más fuerza   contra sus espaldas. Entonces ella   lo
           sintió.  Se  quedó  inmóvil  contra  él,  temblando  de  sorpresa  y pavor,  sin poder  creer  en  la
           evidencia,  y  por  último  volvió  la  cabeza  y  lo  miró  con  una  sonrisa  trémula.  En  ese  instante  dos
           gitanos metieron al hombre-víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que
           dirigía el espectáculo anunció:
              -Y ahora,  señoras  y señores,  vamos  a mostrar  la  prueba terrible  de  la  mujer  que  tendrá  que
           ser decapitada  todas las noches a esta   hora durante ciento   cincuenta años, como    castigo por
           haber visto lo que no debía.
              José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde
           se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo
           de  sus corpiños superpuestos, de   sus numerosos pollerines de   encaje  almidonado, de   su  inútil
           corsé  alambrado,  de  su  carga de  abalorios,  y quedó  prácticamente  convertida en  nada.  Era una
           ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los
           brazos  de  José  Arcadio,  pero  tenía  una  decisión  y  un  calor  que  compensaban  su  fragilidad.  Sin
           embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por
           donde los gitanos pasaban      con  sus cosas de   circo y arreglaban    sus asuntos, y hasta se
           demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central
           iluminaba todo  el  ámbito.  En  una pausa de  las  caricias,  José  Arcadio  se  estiró  desnudo  en  la
           cama,  sin saber  qué  hacer,  mientras  la  muchacha trataba de  alentarlo.  Una gitana de  carnes
           espléndidas  entró  poco  después  acompañada de   un hombre   que  no  hacia parte  de  la  farándula,
           pero  que  tampoco  era de  la  aldea,  y ambos  empezaron a desvestirse    frente  a la  cama.  Sin
           proponérselo, la  mujer miró a José Arcadio y examinó con       una  especie de  fervor patético su
           magnifico animal en reposo.
              -Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.
              La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el
           suelo, muy cerca de la cama.



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