Page 14 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           apretujaba en   el  laboratorio,  y les  servían dulce  de  guayaba con galletitas  para  celebrar  el
           prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara de
           inventarío.  De  tanto  mostrarlo,  terminó  frente  a su  hijo  mayor,  que  en  los  últimos  tiempos
           apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le
           preguntó: «¿Qué te parece?» José Arcadio, sinceramente, contestó:
              -Mierda de perro.
              Su padre  le  dio  con el  revés  de  la  mano  un violento  golpe  en  la  boca  que  le  hizo  saltar  la
           sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le    puso compresas de     árnica en  la  hinchazón,
           adivinando  el  frasco  y los  algodones  en  la  oscuridad,  y le  hizo  todo  lo  que  quiso  sin que  él  se
           molestara, para amarlo sin lastimarlo Lograron tal estado de intimidad que un momento después,
           sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos.
              -Quiero  estar  solo  contigo  -decía  él-.  Un día de  estos  le  cuento  todo  a todo  el  mundo  y se
           acaban los escondrijos.
              Ella no trató de apaciguarlo.
              -Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y
           yo  puedo  gritar  todo  lo  que  quiera  sin que  nadie  tenga que  meterse  y tú me  dices  en  la  oreja
           todas las porquerías que se te ocurran.
              Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad
           del  amor  desaforado,  le  inspiraron  una serena valentía.  De  un modo  espontáneo,  sin ninguna
           preparación, le contó todo a su hermano.
              Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro
           que implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinación del objetivo.
           Poco a poco se fue contaminando      de  ansiedad. Se  hacía contar las minuciosas peripecias, se
           identificaba con el  sufrimiento  y el  gozo  del  hermano,  se  sentía  asustado  y feliz.  Lo  esperaba
           despierto  hasta el  amanecer,  en  la  cama solitaria  que  parecía tener  una estera  de  brasas,  y
           seguían hablando   sin sueño  hasta la  hora  de  levantarse,  de  modo  que  muy pronto  padecieron
           ambos la  misma somnolencia, sintieron    el  mismo desprecio por la  alquimia  y la  sabiduría de  su
           padre,  y se  refugiaron  en  la  soledad.  «Estos  niños  andan como  zurumbáticos  -decía  Úrsula-.
           Deben tener   lombrices.» Les  preparó  una repugnante   pócima de  paico  machacado,   que  ambos
           bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once veces
           en  un solo  día,  y expulsaron  unos  parásitos  rosados  que  mostraron a todos  con gran júbilo,
           porque   les  permitieron desorientar  a Úrsula   en  cuanto  al  origen  de  sus  distraimientos  y
           languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa propia las
           experiencias  de  su  hermano, porque     en  una  ocasión  en  que éste   explicaba  con  muchos
           pormenores el   mecanismo del    amor, lo  interrumpió  para  preguntarle:  «¿Qué se siente?»  José
           Arcadio le dio una respuesta inmediata:
              -Es como un temblor de tierra.
              Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara
           en  el cuarto,  Úrsula  la  examinó  minuciosamente.  Era  liviana  y  acuosa  como  una  lagartija,  pero
           todas  sus  partes  eran humanas,  Aureliano  no  se  dio  cuenta de  la  novedad sino  cuando  sintió  la
           casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la
           cama desde las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse
           cómo  haría  para  sacarlo del  dormitorio  de  Pilar Ternera.  Estuvo rondando  la  casa  varias  horas,
           silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su
           madre, jugando con    la  hermanita recién  nacida  y con  una  cara que se le  caía  de  inocencia,
           encontró a José Arcadio.
              Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran
           los  mismos  saltimbanquis   y  malabaristas  que  llevaron  el hielo.  A  diferencia  de  la  tribu  de
           Melquíades,  habían demostrado     en  poco   tiempo  que  no  eran heraldos   del  progreso,  sino
           mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su
           utilidad  en  la  vida  de  los  hombres,  sino  como  una  simple  curiosidad  de  circo.  Esta  vez,  entre
           muchos otros juegos de    artificio, llevaban  una  estera  voladora. Pero no  la  ofrecieron  como  un
           aporte  fundamental   al  desarrollo  del  transporte,  como  un objeto  de  recreo.  La  gente,  desde
           luego,  desenterró  sus  últimos  pedacitos  de  oro  para  disfrutar  de  un vuelo  fugaz sobre  las  casas
           de  la  aldea.  Amparados  por  la  deliciosa  impunidad  del desorden  colectivo,  José  Arcadio  y  Pilar
           vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron
           a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad de-



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