Page 13 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
inicial, y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él
estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir. Pero esa noche, en la
cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas,
oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el
cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su
corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la
calle dormido. Deseaba de todo corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente
ajustada, como ella le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos
y los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus
entrañas. Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sintió el
olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en
posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba
atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera
a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más
bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el
sueño y dijo con una especie de desilusión: «Era miércoles.» Cuando empujó la puerta del
dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta,
comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la
estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez
no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan
engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su pellejo. Permaneció
inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de
desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le
tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se
confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin
formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al
derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no
olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se
encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que
desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado
que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde es-
taban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no
podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia
atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y
aquella soledad espantosa.
Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que culminó con la fundación de
Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años y
siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer pública la situación
porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde,
cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado de esperarlo identificándolo siempre con
los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los caminos de la
tierra y los caminos del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había perdido en la
espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba
intacta la locura del corazón, Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su
rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión encontró la puerta
atrancada, y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido el arresto de tocar la primera vez
tenía que tocar hasta la última, y al cabo de una espera interminable ella le abrió la puerta.
Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche
anterior. Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que
hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva
espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar
hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido entender por qué los
hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la
alegría de todos cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían
logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.
En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían conseguido. Úrsula estaba
feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se
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