Page 12 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les resultó divertido.
           Una mañana,    después  de  casi  dos  años  de  travesía,  fueron  los  primeros  mortales  que  vieron  la
           vertiente  occidental de  la  sierra.  Desde  la  cumbre  nublada  contemplaron  la  inmensa  llanura
           acuática de la ciénaga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron
           el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya
           de los últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de un río pedregoso
           cuyas  aguas  parecían un torrente  de  vidrio  helado.  Años  después,  durante  la  segunda guerra
           civil, el coronel Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por
           sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin embargo, la noche en que
           acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria,
           pero  su  número   había aumentado     durante   la  travesía  y todos  estaban dispuestos    (y lo
           consiguieron)  a  morirse de  viejos. José Arcadio Buendía  soñó  esa  noche que en  aquel  lugar se
           levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y
           le  contestaron con un nombre   que  nunca había oído,  que  no  tenía significado  alguno,  pero  que
           tuvo en   el  sueño una  resonancia   sobrenatural:  Macondo. Al   día siguiente convenció a sus
           hombres   de  que  nunca encontrarían el  mar.  Les  ordenó  derribar  los  árboles  para  hacer  un claro
           junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea.
              José Arcadio Buendia no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el
           día  en  que conoció el  hielo. Entonces creyó entender su  profundo significado. Pensó que en   un
           futuro  próximo  podrían fabricarse  bloques  de  hielo  en  gran escala,  a partir  de  un material  tan
           cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser
           un lugar  ardiente,  cuyas  bisagras  y aldabas  se  torcían de  calor,  para  convertirse  en  una ciudad
           invernal. Si no perseveró en sus tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces
           estaba positivamente   entusiasmado   con la  educación de  sus  hijos,  en  especial  la  de  Aureliano,
           que  había revelado  desde  el  primer  momento  una rara  intuición alquímica.  El  laboratorio  había
           sido desempolvado. Revisando las notas de Melquíades, ahora serenamente, sin la exaltación de
           la novedad, en prolongadas y pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote
           adherido  al  fondo del  caldero. El  joven  José Arcadio participó apenas  en  el  proceso. Mientras  su
           padre sólo  tenía  cuerpo  y alma  para  el  atanor, el  voluntarioso primogénito, que siempre fue
           demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental. Cambió de voz. El
           bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se quitaba
           la ropa para dormir, y experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer
           hombre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le
           pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada.
              Por  aquel  tiempo  iba a la  casa una mujer  alegre, deslenguada, provocativa, que  ayudaba en
           los  oficios  domésticos  y  sabía  leer  el porvenir  en  la  baraja.  Úrsula  le  habló  de  su  hijo.  Pensaba
           que  su  desproporción era algo  tan desnaturalizado  como  la  cola  de  cerdo  del  primo.  La  mujer
           soltó una risa expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. «Al contrario -
           dijo-. Será feliz». Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa pocos días después, y se
           encerró con  José Arcadio en  un  depósito  de  granos contiguo  a la  cocina. Colocó las barajas con
           mucha calma en      un  viejo mesón   de  carpintería, hablando   de  cualquier cosa, mientras el
           muchacho   esperaba cerca de   ella  más  aburrido  que  intrigado.  De  pronto  extendió  la  mano  y lo
           tocó.  «Qué  bárbaro»,  dijo,  sinceramente  asustada,  y fue  todo  lo  que  pudo  decir.  José  Arcadio
           sintió  que  los  huesos  se  le  llenaban de  espuma,  que  tenía un miedo  lánguido  y  unos  terribles
           deseos  de  llorar.  La  mujer  no  le  hizo  ninguna insinuación.  Pero  José  Arcadio  la  siguió  buscando
           toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del
           pellejo.  Quería  estar  con ella  en  todo  momento,  quería  que  ella  fuera su  madre,  que  nunca
           salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro.
           Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible,
           sentado  en  la  sala  sin pronunciar  una palabra.  En  ese  momento  no  la  deseó.  La  encontraba
           distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó el café y
           abandonó   la  casa  deprimido.  Esa  noche,  en  el espanto  de  la  vigilia,  la  volvió  a  desear  con  una
           ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero, sino como había sido aquella
           tarde.
              Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó a su casa, donde estaba sola con su
           madre, y lo hizo entrar    en  el  dormitorio con  el  pretexto de  enseñarle un  truco de  barajas.
           Entonces  lo  tocó  con tanta libertad que  él  sufrió  una desilusión  después  del  estremecimiento



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