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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           esa comida era verdad.    Aureliano,  cuyo  mundo  de  entonces  empezaba en    los  pergaminos  de
           Melquíades y terminaba en la cama de Nigromanta encontró en el burdelito imaginario una cura
           de burro para la timidez. Al principio no lograba llegar a ninguna parte, en unos cuartos donde la
           dueña entraba en   los mejores momentos del    amor y hacía toda   clase de  comentarios sobre los
           encantos íntimos de los protagonistas. Pero con el tiempo llegó a familiarizarse tanto con aquellos
           percances del  mundo, que una    noche más desquiciada que las otras se desnudó en      la  salita de
           recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su masculinidad in-
           concebible.  Fue  él  quien puso  de  moda las  extravagancias  que  la  propietaria celebraba con su
           sonrisa eterna, sin  protestar, sin  creer en  ellas, lo  mismo cuando  Germán  trató de  incendiar la
           casa para demostrar que no existía, que cuando Alfonso le torció el pescuezo al loro y le echó en
           la olla donde empezaba a hervir el sancoche de gallina.
              Aunque  Aureliano  se  sentía  vinculado  a los  cuatro  amigos  por  un mismo  cariñe  y  una misma
           solidaridad, hasta el punto de que pensaba en ellos como si fueran uno solo, estaba más cerca de
           Gabriel  que de  los otros. El  vínculo nació la  noche en  que él  habló casualmente del   coronel
           Aureliano  Buendía,  y Gabriel  fue  el  único  que  no  creyó  que  se  estuviera burlando  de  alguien.
           Hasta la dueña, que no solía intervenir en las conversaciones, discutió con una rabiosa pasión de
           comadrona que    el  coronel  Aureliano  Buendía,  de  quien en  efecto  había oído  hablar  alguna vez,
           era un personaje  inventado  por  el  gobierne  como  un pretexto  para  matar  liberales.  Gabriel,  en
           cambio, no ponía en duda la realidad del coronel Aureliano Buendía, porque había sido compañero
           de armas y amigo inseparable de su bisabuelo, el coronel Gerineldo Márquez. Aquellas veleidades
           de  la  memoria eran todavía más críticas cuando   se  hablaba de  la  matanza de  los trabajadores.
           Cada vez que   Aureliano  tocaba el  punto,  no  sólo  la  propietaria,  sino  algunas  personas  mayores
           que  ella,  repudiaban la  patraña de  los  trabajadores  acorralados  en  la  estación,  y del  tren  de
           doscientos vagones cargados de    muertos, e inclusive se obstinaban   en  lo  que después de  todo
           había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la
           compañía bananera no había existido nunca. De modo que Aureliano y Gabriel estaban vinculados
           por una  especie de  complicidad, fundada  en  hechos reales en  los que nadie creía,  y que habían
           afectado  sus  vidas  hasta el  punto  de  que  ambos  se  encontraban a la  deriva en  la  resaca  de  un
           mundo acabado, del cual sólo quedaba la nostalgia. Gabriel dormía donde lo sorprendiera la hora.
           Aureliano  lo  acomodó  varias  veces  en  el taller  de  platería,  pero  se  pasaba  las  noches  en  vela,
           perturbado  por  el  trasiego  de  los  muertos  que  andaban basta el  amanecer  por  los  dormitorios.
           Más  tarde  se  lo  encomendó  a  Nigromanta,  quien  lo  llevaba  a  su  cuartito  multitudinario  cuando
           estaba libre,  y le  anotaba las  cuentas  con rayitas  verticales  detrás  de  la  puerta,  en  los  pocos
           espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.
              A pesar de su vida desordenada, todo el grupo trataba de hacer algo perdurable, a instancias
           del sabio catalán. Era él, con su experiencia de antiguo profesor de letras clásicas y su depósito
           de  libros  raros,  quien los  había puesto  en  condiciones  de  pasar  una noche  entera  buscando  la
           trigésimo séptima situación dramática, en un pueblo donde ya nadie tenía interés ni posibilidades
           de ir más allá de la escuela primaria. Fascinado por el descubrimiento de la amistad, aturdido por
           los  hechizos  de  un mundo  que  le  había sido  vedado  por  la  mezquindad de  Fernanda,  Aureliano
           abandonó   el  escrutinio  de  los  pergaminos,  precisamente  cuando  empezaban a revelársele  como
           predicciones en versos cifrados. Pero la comprobación posterior de que el tiempo alcanzaba para
           todo  sin que  fuera necesario  renunciar  a los  burdeles,  le  dio  ánimos  para  volver  al  cuarto  de
           Melquíades, decidido a no flaquear en su empeño hasta descubrir las últimas claves. Eso fue por
           los  días  en  que  Gastón  empezaba a esperar  el  aeroplano,  y Amaranta Úrsula  se  encontraba tan
           sola, que una mañana apareció en el cuarto.
              -Hola, antropófago -le dijo-. Otra vez en la cueva.
              Era irresistible, con su vestido inventado, y uno de los largos collares de vértebras de sábalo,
           que ella misma fabricaba. Había desistido del sedal, convencida de la fidelidad del marido, y por
           primera vez desde   el  regreso  parecía disponer  de  un rato  de  ocio.  Aureliano  no  hubiera  tenido
           necesidad de verla para saber que había llegado. Ella se acodó en la mesa de trabajo, tan cercana
           e inerme que Aureliano percibió el hondo rumor de sus huesos, y se interesó en los pergaminos.
           Tratando de sobreponerse a la turbación, él atrapó la voz que se le fugaba, la vida que se le iba,
           la  memoria  que  se  le  convertía  en  un  pólipo  petrificado,  y  le  habló  del destino  levítico  del
           sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a
           contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que
           no  se derrotaran  a sí  mismas, y de    las Centurias  de  Nostradamus    y de  la  destrucción  de



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