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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           hora con un cacareo ensordecedor. En los corrales de alambre que rodeaban la pista de baile, y
           entre grandes camelias amazónicas, había garzas de       colores, caimanes cebados como     cerdos,
           serpientes de doce cascabeles, y una tortuga de concha dorada que se zambullía en un minúsculo
           océano   artificial.  Había un perrazo  blanco,  manso  y pederasta,   que  sin embargo   prestaba
           servicios de padrote para que le dieran de comer. El aire tenía una densidad ingenua, como si lo
           acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos
           y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el
           paraíso  terrenal.  La  primera  noche  en  que  el grupo  visitó  aquel invernadero  de  ilusiones,  la
           espléndida y taciturna anciana que    vigilaba el  ingreso  en  un mecedor  de  bejuco,  sintió  que  el
           tiempo regresaba a sus manantiales primarios, cuando entre los cinco que llegaban descubrió un
           hombre óseo, cetrino, de pómulos tártaros, marcado para siempre y desde el principio del mundo
           por la viruela de la soledad.
              -¡Ay -suspiró- Aureliano!
              Estaba  viendo  otra  vez  al coronel Aureliano  Buendía,  como  lo  vio  a  la  luz  de  una  lámpara
           mucho antes de las guerras, mucho antes de la desolación de la gloria y el exilio del desencanto,
           la remota madrugada en que él fue a su dormitorio para impartir la primera orden de su vida: la
           orden de que le dieran amor. Era Pilar Ternera. Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y
           cinco, había renunciado a la perniciosa costumbre de llevar las cuentas de su edad, y continuaba
           viviendo en el tiempo estático y marginal de los recuerdes, en un futuro perfectamente revelado y
           establecido, más allá de los futuros perturbados por las acechanzas y las suposiciones insidiosas
           de las barajas.
              Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva
           de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía
           la  grandeza  y  el infortunio  de  la  familia  y  el arrasado  esplendor  de  Macondo,  mientras  Álvaro
           asustaba a los caimanes     con sus carcajadas de     estrépito,  y Alfonso  inventaba la   historia
           truculenta  de  los alcaravanes que les sacaron   los ojos a picotazos a cuatro clientes que se
           portaron  mal  la  semana anterior,  y Gabriel  estaba en  el  cuarto  de  la  mulata pensativa que  no
           cobraba el  amor  con dinero,  sino  con cartas  para  un novio  contrabandista que  estaba preso  al
           otro  lado  del  Orinoco,  porque  los  guardias  fronterizos  lo  habían purgado  y lo  habían sentado
           luego  en  una  bacinilla  que  quedó  llena  de  mierda  con  diamantes.  Aquel burdel verdadero,  con
           aquella  dueña maternal,   era el  mundo    con que   Aureliano  había soñado   en  su  prolongado
           cautiverio.  Se  sentía  tan bien,  tan próximo  al  acompañamiento  perfecto,  que  no  pensó  en  otro
           refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse
           con palabras,  a que  alguien le  zafara  los  nudos  que  le  oprimían el  pecho,  pero  sólo  consiguió
           soltarse  en  un  llanto  fluido  y  cálido  y  reparador,  en  el regazo  de  Pilar  Ternera.  Ella  lo  dejó
           terminar,  rascándole  la  cabeza con la  yema de  los  dedos,  y sin que  él  le  hubiera  revelado  que
           estaba llorando  de  amor  ella  reconoció  de  inmediato  el  llanto  más  antiguo  de  la  historia  del
           hombre.
              -Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.
              Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva
           que  había terminado  por  parecer  un cucurrucuteo  de  palomas.  No  había ningún misterio  en  el
           corazón de   un Buendía que    fuera impenetrable    para  ella,  porque  un siglo  de  naipes  y de
           experiencia  le  había  enseñado  que  la  historia  de  la  familia  era  un  engranaje  de  repeticiones
           irreparables,  una rueda giratoria que  hubiera  seguido  dando  vueltas  hasta la  eternidad,  de  no
           haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.
              -No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.
              Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio
           pasar  frente  a su  cuarto,  con una bata de  pliegues  tenues  y una toalla  enrollada en  la  cabeza
           como   un  turbante.  La  siguió  casi en  puntillas,  tambaleándose  de  la  borrachera  y  entró  al
           dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.
              Hizo  una señal  silenciosa  hacia el  cuarto  contiguo,  cuya  puerta estaba entreabierta,  y  donde
           Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.
              -Vete -dijo sin voz.
              Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y
           la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que
           ella  tuviera tiempo  de  impedirlo,  y se  asomó  al  abismo  de  una desnudez  recién  lavada que  no
           tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado



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