Page 163 - Cien Años de Soledad
P. 163
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
hora con un cacareo ensordecedor. En los corrales de alambre que rodeaban la pista de baile, y
entre grandes camelias amazónicas, había garzas de colores, caimanes cebados como cerdos,
serpientes de doce cascabeles, y una tortuga de concha dorada que se zambullía en un minúsculo
océano artificial. Había un perrazo blanco, manso y pederasta, que sin embargo prestaba
servicios de padrote para que le dieran de comer. El aire tenía una densidad ingenua, como si lo
acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos
y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el
paraíso terrenal. La primera noche en que el grupo visitó aquel invernadero de ilusiones, la
espléndida y taciturna anciana que vigilaba el ingreso en un mecedor de bejuco, sintió que el
tiempo regresaba a sus manantiales primarios, cuando entre los cinco que llegaban descubrió un
hombre óseo, cetrino, de pómulos tártaros, marcado para siempre y desde el principio del mundo
por la viruela de la soledad.
-¡Ay -suspiró- Aureliano!
Estaba viendo otra vez al coronel Aureliano Buendía, como lo vio a la luz de una lámpara
mucho antes de las guerras, mucho antes de la desolación de la gloria y el exilio del desencanto,
la remota madrugada en que él fue a su dormitorio para impartir la primera orden de su vida: la
orden de que le dieran amor. Era Pilar Ternera. Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y
cinco, había renunciado a la perniciosa costumbre de llevar las cuentas de su edad, y continuaba
viviendo en el tiempo estático y marginal de los recuerdes, en un futuro perfectamente revelado y
establecido, más allá de los futuros perturbados por las acechanzas y las suposiciones insidiosas
de las barajas.
Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva
de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía
la grandeza y el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo, mientras Álvaro
asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito, y Alfonso inventaba la historia
truculenta de los alcaravanes que les sacaron los ojos a picotazos a cuatro clientes que se
portaron mal la semana anterior, y Gabriel estaba en el cuarto de la mulata pensativa que no
cobraba el amor con dinero, sino con cartas para un novio contrabandista que estaba preso al
otro lado del Orinoco, porque los guardias fronterizos lo habían purgado y lo habían sentado
luego en una bacinilla que quedó llena de mierda con diamantes. Aquel burdel verdadero, con
aquella dueña maternal, era el mundo con que Aureliano había soñado en su prolongado
cautiverio. Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro
refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse
con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió
soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó
terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que
estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del
hombre.
-Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.
Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva
que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el
corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de
experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones
irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no
haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.
-No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.
Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio
pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza
como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al
dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.
Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde
Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.
-Vete -dijo sin voz.
Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y
la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que
ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no
tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado
163