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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           y crecido con  ella. Casi  siempre, entre amor y amor, comían   desnudos en   la  cama, en  el  calor
           alucinante  y baje  las  estrellas  diurnas  que  el  óxido  iba haciendo  despuntar  en  el  techo  de  cinc.
           Era la  primera vez que  Nigromanta tenía un hombre     fijo,  un machucante  de  planta,  como  ella
           misma decía muerta de risa, y hasta empezaba a hacerse ilusiones de corazón cuando Aureliano
           le  confió  su  pasión  reprimida por  Amaranta Úrsula,  que  no  había conseguido  remediar  con la
           sustitución,  sino  que  le  iba torciendo  cada vez más  las  entrañas  a medida que  la  experiencia
           ensanchaba el horizonte del amor. Entonces Nigromanta siguió recibiéndolo con el mismo calor de
           siempre, pero se hizo pagar los servicios con tanto rigor, que cuando Aureliano no tenía dinero se
           los cargaba en la cuenta que no llevaba con números sine con rayitas que iba trazando con la uña
           del  pulgar  detrás  de  la  puerta.  Al  anochecer,  mientras  ella  se  quedaba barloventeando  en  las
           sombras   de  la  plaza,  Aureliano  pasaba por  el  corredor  como  un extraño,  saludando  apenas  a
           Amaranta   Úrsula  y a  Gastón  que de  ordinario cenaban  a  esa  hora, y volvía  a  encerrarse en  el
           cuarto, sin poder leer ni escribir, ni siquiera pensar, por la ansiedad que le provocaban las risas,
           los  cuchichees,  los  retozos  preliminares,  y  luego  las  explosiones  de  felicidad  agónica  que
           colmaban   las noches de  la  casa. Ésa era su  vida  dos años antes de   que Gastón   empezara a
           esperar  el  aeroplano,  y seguía  siendo  igual  la  tarde  en  que  fue  a la  librería del  sabio  catalán y
           encontró a cuatro muchachos despotricadores, encarnizados en una discusión sobre los métodos
           de  matar  cucarachas  en  la  Edad  Media.  El viejo  librero,  conociendo  la  afición  de  Aureliano  por
           libros  que  sólo  había leído  Beda el  Venerable,  lo  instó  con una cierta malignidad paternal  a que
           terciara  en  la  controversia,  y  él ni siquiera  tomó  aliento  para  explicar  que  las  cucarachas,  el
           insecto alado más antiguo sobre la    tierra, era ya la  víctima favorita  de  les chancletazos en  el
           Antiguo  Testamento,  pero  que  come  especie  era definitivamente  refractaria a cualquier  método
           de exterminio, desde las rebanadas de tomate con bórax hasta la harina con azúcar, pues sus mil
           seiscientas tres variedades habían resistido a la más remota, tenaz y despiadada persecución que
           el  hombre  había desatado   desde  sus  orígenes  contra  ser  viviente  alguno,  inclusive  el  propio
           hombre,   hasta el  extremo   de  que  así  como  se  atribuía  al  género  humano  un instinto  de
           reproducción,  debía atribuírsele  otro  más  definido  y apremiante,  que  era el  instinto  de  matar
           cucarachas,  y que  si  éstas  habían logrado  escapar  a la  ferocidad humana era porque  se  habían
           refugiado en las tinieblas, donde se hicieron invulnerables por el miedo congénito del hombre a la
           oscuridad,  pero  en  cambio  se  volvieron susceptibles  al  esplendor  del  mediodía,  de  modo  que  ya
           en la Edad Media, en la actualidad y por los siglos de los siglos, el único método eficaz para matar
           cucarachas era el deslumbramiento solar.
              Aquel  fatalismo  enciclopédico  fue  el  principio  de  una gran amistad.     Aureliano  siguió
           reuniéndose todas las tardes con     los cuatro discutidores, que se llamaban     Alvaro, Germán,
           Alfonso y Gabriel, los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida. Para un hombre como él,
           encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a
           las seis  de  la  tarde y terminaban  en  los burdeles al  amanecer, fueron  una  revelación. No se le
           había  ocurrido  pensar  hasta  entonces que la  literatura  fuera  el  mejor juguete que se había
           inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda. Había
           de  transcurrir  algún tiempo  antes  de  que  Aureliano  se  diera cuenta de  que  tanta arbitrariedad
           tenía erigen  en  el  ejemplo  del  sabio  catalán,  para  quien la  sabiduría no  valía  la  pena si  no  era
           posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.
              La tarde en que Aureliano sentó cátedra sobre las cucarachas, la discusión terminó en la casa
           de  las  muchachitas  que  se  acostaban por  hambre,  un burdel  de  mentiras  en  los  arrabales  de
           Macondo.   La propietaria era una mamasanta sonriente,      atormentada por   la  manía de  abrir  y
           cerrar  puertas.  Su eterna sonrisa parecía provocada por      la  credulidad de  los  clientes,  que
           admitían  como  algo  cierto  un  establecimiento  que  no  existía  sino  en  la  imaginación,  porque  allí
           hasta las cosas tangibles eran  irreales:  los muebles que se desarmaban    al  sentarse, la  victrola
           destripada  en  cuyo  interior  había  una  gallina  incubando,  el jardín  de  flores  de  papel,  los
           almanaques de años anteriores a la llegada de la compañía bananera, los cuadros con litografías
           recortadas  de  revistas  que  nunca se   editaron.  Hasta las  putitas  tímidas  que  acudían del
           vecindario cuando la propietaria les avisaba que habían llegado clientes, eran una pura invención.
           Aparecían  sin  saludar, con  los trajecitos floreados de  cuando  tenían  cinco años menos, y se los
           quitaban  con  la  misma inocencia con   que se los habían   puesto, y en  el  paroxismo del  amor
           exclamaban asombradas qué      barbaridad, mira   cómo  se  está cayendo  ese  techo,  y tan pronto
           como  recibían  su  peso con  cincuenta centavos se lo  gastaban  en  un  pan  y un  pedazo  de  queso
           que les vendía la propietaria, más risueña que nunca, porque solamente ella sabía que tampoco



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