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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           el cielo de Macondo. Esa fue la más lamentable de sus numerosas iniciativas frustradas. A medida
           que los pájaros se reproducían, Amaranta Úrsula los iba soltando por parejas, y más tardaban en
           sentirse  libres  que  en  fugarse  del  pueblo.  En  vano  procuró  encariñarles  con la  pajarera  que
           construyó  Úrsula  en  la  primera  restauración.  En  vano  les  falsificó  nidos  de  esparto  en  los
           almendros, y regó alpiste en los techos y alborotó a los cautivos para que sus cantos disuadieran
           a los  desertores,  porque  éstos  se  remontaban a la  primera tentativa y daban una vuelta en  el
           cielo, apenas el tiempo indispensable para encontrar el rumbo de regreso a las islas Afortunadas.
              Un año después del retorne, aunque no hubiera conseguido entablar una amistad ni promover
           una fiesta, Amaranta  Úrsula seguía creyendo que era posible rescatar aquella comunidad elegida
           por  el  infortunio.  Gastón,  su  marido,  se  cuidaba de  no  contrariaría,  aunque  desde  el  mediodía
           mortal  en  que  descendió  del  tren  comprendió  que  la  determinación de  su  mujer  había sido
           provocada por un espejismo de la nostalgia. Seguro de que sería derrotada por la realidad, no se
           tomó  siquiera  el  trabajo  de  armar  el  velocípedo,  sino  que  se  dio  a perseguir  los  huevos  más
           lúcidos entre las telarañas que desprendían les albañiles, y los abría con las uñas y se gastaba las
           horas contemplando    con  una  lupa  las arañitas minúsculas que salían   del  interior. Más tarde,
           creyendo que Amaranta Úrsula continuaba con las reformas por no dar su brazo a torcer, resolvió
           armar el aparatoso velocípedo cuya rueda anterior era mucho más grande que la posterior, y se
           dedicó a capturar y disecar cuanto insecto aborigen encontraba en los contornos, que remitía en
           frascos de mermelada a su antiguo profesor de histeria natural de la Universidad de Lieja, donde
           había hecho   estudios  avanzados   en  entomología aunque     su  vocación  dominante   era la  de
           aeronauta.  Cuando  andaba en   el  velocípedo  usaba pantalones  de  acróbata,  medias  de  gaitero  y
           cachucha de detective, pero cuando andaba de a pie vestía de lino crudo, intachable, con zapatos
           blancos, corbatín  de  seda, sombrero canotier y una    vara de  mimbre en   la  mano. Tenía unas
           pupilas  pálidas  que  acentuaban  su  aire  de  navegante,  y  un  bigotito  de  pelos  de  ardilla.  Aunque
           era por lo   menos quince años mayor que su           mujer, sus gustos juveniles, su      vigilante
           determinación de   hacerla feliz,  y sus  virtudes  de  buen  amante,  compensaban la  diferencia.  En
           realidad, quienes veían   aquel  cuarentón  de  hábitos cautelosos, con   su  sedal  al  cuello  y su
           bicicleta de  circo,  no  hubieran pedido  pensar  que  tenía con su  joven esposa  un pacte  de  amor
           desenfrenado, y que ambos cedían al apremio recíproco en los lugares menos adecuados y donde
           los sorprendiera la inspiración, como le hicieron desde que empezaron a verse, y con una pasión
           que  el  transcurso  del  tiempo  y las  circunstancias  cada vez más  insólitas  iban profundizando  y
           enriqueciendo.  Gastón   no  sólo  era un amante    feroz,  de  una sabiduría y   una imaginación
           inagotables, sine  que era  tal  vez  el  primer hombre en  la  historia  de  la  especie que hizo  un
           aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia sólo por hacer el amor en un
           campo de violetas.
              Se  habían conocido  tres  años  antes  de  casarse,  cuando  el  biplano  deportivo  en  que  él  hacía
           piruetas sobre el colegio en que estudiaba Amaranta Úrsula intentó una maniobra intrépida para
           eludir el asta de la bandera, y la primitiva armazón de lona y papel de aluminio quedó colgada
           por la  cola  en  los cables de  la  energía  eléctrica.  Desde entonces, sin  hacer caso de  su  pierna
           entablillada, él iba los fines de semana a recoger a Amaranta Úrsula en la pensión de religiosas
           donde vivió siempre, cuyo reglamento no era tan severo como deseaba Fernanda, y la llevaba a
           su  club deportivo.  Empezaron a amarse     a 500 metros   de  altura,  en  el  aire  dominical  de  las
           landas, y más se sentían compenetrados mientras más minúsculos iban haciéndose los seres de
           la  tierra.  Ella  le  hablaba  de  Macondo  como  del pueblo  más  luminoso  y  plácido  del mundo,  y  de
           una casa enorme, perfumada de orégano, donde quería vivir hasta la vejez con un marido leal y
           des  hijos  indómitos  que  se  llamaran Rodrigo  y  Gonzalo,  y  en  ningún caso  Aureliano  y  José
           Arcadio, y una hija que se llamara Virginia, y en ningún caso Remedios. Había evocado con una
           tenacidad tan anhelante el pueblo idealizado por la nostalgia, que Gastón comprendió que ella no
           quisiera casarse si  no  la  llevaba  a vivir en  Macondo. Él  estuvo de  acuerdo, como  lo  estuvo más
           tarde  con el  sedal,  porque  creyó  que  era un capricho  transitorio  que  más  valía  defraudar  a
           tiempo. Pero cuando transcurrieron des años en Macondo y Amaranta Úrsula seguía tan contenta
           como el primer día, él comenzó a dar señales de alarma. Ya para entonces había disecado cuanto
           insecto era disecable en la región, hablaba el castellano como un nativo, y había descifrado todos
           los  crucigramas  de  las  revistas  que  recibían por  correo.  No  tenía el  pretexto  del  clima para
           apresurar el regreso, porque la naturaleza lo había dotado de un hígado colonial, que resistía sin
           quebrantos el bochorno de la siesta y el agua con gusarapos. Le gustaba tanto la comida criolla,
           que una vez se comió un sartal de ochenta y des huevos de iguana. Amaranta Úrsula, en cambio,



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