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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           con que  había llegado,  frunció  sus  párpados  de  almejas,  señaló  con una especie  de  bendición
           procaz los montones de libros con los que habla sobrellevado el exilio, y dijo a sus amigos:
              -¡Ahí les dejo esa mierda!
              Tres meses después se recibieron   en  un  sobre grande  veintinueve cartas y más de   cincuenta
           retratos, que  se  le  habían acumulado  en  los ocios de  altamar.  Aunque  no  ponía fechas, era
           evidente el orden en que había escrito las cartas. En las primeras contaba con su humor habitual
           las peripecias de la travesía, las ganas que le dieron de echar por la borda al sobrecargo que no
           le  permitió  meter  los  tres  cajones  en  el camarote,  la  imbecilidad  lúcida  de  una  señora  que  se
           aterraba con el  número  13,  no  por  superstición  sino  porque  le  parecía un número  que  se  había
           quedado sin terminar, y la apuesta que se ganó en la primera cena porque reconoció en el agua
           de  a bordo el  sabor a remolachas nocturnas de   los manantiales de  Lérida. Con  el  transcurso de
           los días, sin embargo,    la  realidad de  a bordo  le  importaba cada vez menos, y hasta los
           acontecimientos más recientes y triviales le parecían dignos de añoranza, porque a medida que el
           barco  se  alejaba,  la  memoria  se  le  iba  volviendo  triste.  Aquel proceso  de  nostalgización  pro-
           gresiva  era  también  evidente  en  los  retratos.  En  los  primeros  parecía  feliz,  con  su  camisa  de
           inválido y su mechón nevado, en el cabrilleante octubre del Caribe. En los últimos se le veía con
           un abrigo oscuro y una bufanda de seda, pálido de sí mismo y taciturnado por la ausencia, en la
           cubierta de un barco de pesadumbre que empezaba a sonambular por océanos otoñales. Germán
           y Aureliano  le  contestaban  las cartas. Escribió  tantas en  los primeros meses, que se sentían
           entonces más cerca de él que cuando estaba en Macondo, y casi se aliviaban de la rabia de que
           se  hubiera  ido.  Al  principio  mandaba a decir  que  todo  seguía  igual,  que  en  la  casa  donde  nació
           estaba  todavía el  caracol  rosado, que los arenques secos tenían  el  mismo sabor en  la  yesca de
           pan, que las cascadas de la aldea continuaban perfumándose al atardecer. Eran otra vez las hojas
           de  cuaderno  rezurcidas  con garrapatitas  moradas,  en  las  cuales  dedicaba un párrafo  especial  a
           cada uno. Sin embargo, y aunque él mismo no parecía advertirlo, aquellas cartas de recuperación
           y estímulo  se iban  transformando poco a poco en     pastorales de  desengaño. En   las noches de
           invierno, mientras  hervía  la  sopa  en  la  chimenea, añoraba  el  calor de  su  trastienda, el  zumbido
           del  sol  en  los  almendros  polvorientos,  el  pito  del  tren  en  el  sopor  de  la  siesta,  lo  mismo  que
           añoraba en Macondo la sopa de invierno en la chimenea, los pregones del vendedor de café y las
           alondras  fugaces  de  la  primavera.  Aturdido  por  dos  nostalgias  enfrentadas  como  dos  espejos,
           perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que
           se  fueran de  Macondo,  que  olvidaran cuanto  él  les  había enseñado  del  mundo  y del  corazón
           humano, que se cagarán      en  Horacio, y que en  cualquier lugar en   que estuvieran  recordaran
           siempre  que  et  pasado  era mentira,  que  la  memoria no  tenía caminos  de  regreso,  que  toda la
           primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos
           una verdad efímera.
              Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar a Macondo. Lo vendió todo, hasta el
           tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno
           en  un tren  que  nunca acababa de     viajar.  En  las  tarjetas  postales  que  mandaba desde  las
           estaciones  intermedias,  describía  a  gritos  las  imágenes  instantáneas  que  había  visto  por  la
           ventanilla  del vagón,  y  era  como  ir  haciendo  trizas  y  tirando  al olvido  el largo  poema  de  la
           fugacidad:  los  negros  quiméricos  en  los  algodonales  de  la  Luisiana,  los  caballos  alados  en  la
           hierba azul de Kentucky, los amantes griegos en el crepúsculo infernal de Arizona, la muchacha
           de suéter rojo que pintaba acuarelas en los lagos de Michigan, y que le hizo con los pinceles un
           adiós  que  no  era de  despedida sino  de  esperanza,  porque  ignoraba que  estaba viendo  pasar  un
           tren sin regreso. Luego se fueron Alfonso y Germán, un sábado, con la idea de regresar el lunes,
           y nunca se volvió a saber de ellos. Un año después de la partida del sabio catalán, el único que
           quedaba en    Macondo   era Gabriel,   todavía al  garete,  a merced   de  la  azarosa caridad de
           Nigromanta, y contestando los cuestionarios del    concurso de  una  revista francesa, cuyo premio
           mayor era un viaje a París. Aureliano, que era quien recibía la suscripción, lo ayudaba a llenar los
           formularios, a veces en su casa, y casi siempre entre los pomos de loza y el aire de valeriana de
           la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel. Era
           lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía
           aniquilándose  indefinidamente,  consumiéndose   dentro  de  sí  mismo,  acabándose  a cada minuto
           pero sin acabar de acabarse jamás. El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que
           cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las
           obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a



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