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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           pájaros  moribundos,  y los  habitantes  abatidos  por  los  recuerdos.  Trató  de  reconstruir  con la
           imaginación el  arrasado  esplendor  de  la  antigua ciudad de  la  compañía  bananera,  cuya piscina
           seca  estaba  llena  hasta  los  bordes  de  podridos  zapatos  de  hombre  y  zapatillas  de  mujer,  y  en
           cuyas casas desbaratadas por la cizaña encontró el esqueleto de un perro alemán todavía atado a
           una argolla con una cadena de acere, y un teléfono que repicaba, repicaba, repicaba, hasta que él
           lo descolgó, entendió le que una mujer angustiada y remota preguntaba en inglés, y le contestó
           que sí, que la huelga había terminado, que los tres mil muertos habían sido echados al mar, que
           la  compañía  bananera  se  había ido,  y que  Macondo  estaba por  fin en  paz desde  hacía muchos
           años. Aquellas correrías  lo  llevaron  al  postrado  barrio de  tolerancia, donde en  otros tiempos se
           quemaban    mazos  de  billetes  para  animar  la  cumbiamba,  y  que  entonces  era  un  vericueto  de
           calles más afligidas y miserables que las otras, con algunos focos rojos todavía encendidos, y con
           yermos  salones  de  baile  adornados  con  piltrafas  de  guirnaldas,  donde  las  macilentas  y  gordas
           viudas de  nadie, las bisabuelas francesas y las matriarcas babilónicas, continuaban     esperando
           junto  a  las  victrolas.  Aureliano  no  encontró  quien  recordara  a  su  familia,  ni siquiera  al coronel
           Aureliano  Buendía,  salvo  el más  antiguo  de  los  negros  antillanos,  un  anciano  cuya  cabeza
           algodonada le daba el aspecto de un negativo de fotografía, que seguía cantando en el pórtico de
           la  casa los salmos lúgubres del     atardecer. Aureliano  conversaba   con  él  en  el  enrevesado
           papiamento   que aprendió  en  pocas semanas, y a veces compartía el     caldo de  cabezas de  gallo
           que  preparaba la  bisnieta,  una negra grande,  de  huesos  sólidos,  caderas  de  yegua y tetas  de
           melones  vivos,  y una cabeza redonda,    perfecta,  acorazada por  un duro  capacete  de  pelos  de
           alambre, que parecía el almófar de un guerrero medieval. Se llamaba Nigromanta. Por esa época,
           Aureliano vivía de vender cubiertos, palmatorias y otros chécheres de la casa. Cuando andaba sin
           un céntimo, que era lo más frecuente, conseguía que en las fondas del mercado le regalaran las
           cabezas de gallo que iban a tirar en la basura, y se las llevaba a Nigromanta para que le hiciera
           sus sopas aumentadas con verdolaga y perfumadas con hierbabuena. Al            morir  el  bisabuelo,
           Aureliano  dejó  de  frecuentar la  casa, pero se encontraba     a Nigromanta    baje  los oscuros
           almendros de     la  plaza, cautivando   con   sus silbos de    animal   montuno    a los escasos
           trasnochadores. Muchas veces la acompañó, hablando en papiamento de las sopas de cabezas de
           gallo y otras exquisiteces de la miseria, y hubiera seguido haciéndolo si ella no lo hubiera hecho
           caer en la cuenta de que su compañía le ahuyentaba la clientela. Aunque algunas veces sintió la
           tentación,  y  aunque  a  la  propia  Nigromanta  le  hubiera  parecido  una  culminación  natural de  la
           nostalgia compartida,   no  se  acostaba con ella.  De  modo  que  Aureliano  seguía  siendo  virgen
           cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento.
           Cada vez que la veía, y peor aún cuando ella le enseñaba los bailes de moda, él sentía el mismo
           desamparo   de  esponjas  en  los  huesos  que  turbó  a su  tatarabuelo  cuando  Pilar  Ternera le  puso
           pretextes de barajas en el granero. Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a fondo en
           los pergaminos y eludió   los halagos inocentes de  aquella  tía que emponzoñaba sus noches con
           efluvios  de  tribulación, pero  mientras más la   evitaba, con más ansiedad esperaba su risa
           pedregosa, sus aullidos de gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a cualquier
           hora y en  los lugares menos pensados de    la  casa. Una noche, a diez  metros de  su  cama, en  el
           mesón de   platería,  los  espesos  del  vientre  desquiciado  desbarataron  la  vidriera  y terminaren
           amándose en un charco de ácido muriático. Aureliano no sólo no pudo dormir un minuto, sino que
           pasó el día siguiente con calentura, sollozando de rabia. Se le hizo eterna la llegada de la primera
           noche en que esperó a Nigromanta a la sombra de los almendros, atravesado por las agujas de
           hielo  de  la  incertidumbre,  y  apretando  en  el  puño  el  peso  con cincuenta centavos  que  le  había
           pedido  a Amaranta Úrsula,  no  tanto  porque  los  necesitara,  como  para  complicarla,  envilecería y
           prostituiría  de  algún modo  con su  aventura.  Nigromanta lo  llevó  a su  cuarto  alumbrado  con
           veladoras de  superchería, a su  cama  de  tijeras con  el  lienzo percudido de  malos amores, y su
           cuerpo de perra brava, empedernida, desalmada, que se preparó para despacharía como si fuera
           un niño asustado, y se encontró de pronto con un hombre cuyo poder tremendo exigió a sus en-
           trañas un movimiento de reacomodación sísmica.
              Se hicieron amantes. Aureliano ocupaba la mañana en descifrar pergaminos, y a la hora de la
           siesta iba al dormitorio soporífero donde Nigromanta lo esperaba para enseñarle a hacer primero
           como  las lombrices, luego come   los caracoles y por último  como  los cangrejos, hasta que tenía
           que  abandonarlo   para  acechar  amores   extraviados.  Pasaron varias   semanas    antes  de  que
           Aureliano descubriera que ella tenía alrededor de la cintura un cintillo que parecía hecho con una
           cuerda de violoncelo, pero que era duro como el acero y carecía de remate, porque había nacido



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