Page 164 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           en  las tinieblas de  otros cuartos. Amaranta Úrsula  se defendía   sinceramente, con   astucias de
           hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras
           trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin
           que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que
           contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una
           batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha
           de  agresiones  distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de  modo  que
           entre  una y otra  había tiempo  para  que  volvieran a florecer  las  petunias  y Gastón  olvidara  sus
           sueños  de  aeronauta en   el  cuarto  vecino, como  si  fueran des amantes enemigos   tratando  de
           reconciliarse  en  el fondo  de  un  estanque  diáfano.  En  el fragor  del encarnizado  y  ceremonioso
           forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que
           habría  podido  despertar  las  sospechas  del  marido  contiguo,  mucho  más  que  los  estrépitos  de
           guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la
           lucha, pero defendiéndose con    mordiscos falsos y descomadrejeando el      cuerpo  poco a poco,
           hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega
           degeneró en   un  retozo  convencional  y las agresiones se volvieron    caricias. De pronto, casi
           jugando,  como   una travesura más,   Amaranta Úrsula    descuidó  la  defensa,  y cuando  trató  de
           reaccionar,  asustada de  lo  que  ella  misma había hecho  posible,  ya era demasiado  tarde.  Una
           conmoción   descomunal la   inmovilizó  en  su  centre  de  gravedad,  la  sembró  en  su  sitie,  y  su
           voluntad  defensiva  fue  demolida  por  la  ansiedad  irresistible  de  descubrir  qué  eran  los  silbos
           anaranjados  y les  globos  invisibles  que  la  esperaban al  otro  lado  de  la  muerte.  Apenas  tuve
           tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes,
           para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.























































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