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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
se hacia llevar en el tren pescados y mariscos en cajas de hielo, carnes en latas y frutas
almibaradas, que era lo único que podía comer, y seguía vistiéndose a la moda europea y
recibiendo figurines por correo, a pesar de que no tenía dónde ir ni a quién visitar, y de que a
esas alturas su marido carecía de humor para apreciar sus vestidos cortos, sus fieltros ladeados y
sus collares de siete vueltas. Su secreto parecía consistir en que siempre encontraba el modo de
estar ocupada, resolviendo problemas domésticos que ella misma creaba y haciendo mal ciertas
cosas que corregía al día siguiente, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a
Fernanda en el vicio hereditario de hacer para deshacer. Su genio festivo continuaba entonces tan
despierto, que cuando recibía discos nuevos invitaba a Gastón a quedarse en la sala hasta muy
tarde para ensayar los bailes que sus compañeras de colegio le describían con dibujos, y
terminaban generalmente haciendo el amor en los mecedores vieneses o en el suelo pelado. Lo
único que le faltaba para ser completamente feliz era el nacimiento de los hijos, pero respetaba el
pacto que había hecho con su marido de no tenerlos antes de cumplir cinco años de casados.
Buscando algo con que llenar sus horas muertas, Gastón solía pasar la mañana en el cuarto de
Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se complacía en evocar con él los rincones más íntimos de
su tierra, que Aureliano conocía como si hubiera estado en ella mucho tiempo. Cuando Gastón le
preguntó cómo había hecho para obtener informaciones que no estaban en la enciclopedia,
recibió la misma respuesta que José Arcadio:
«Todo se sabe.» Además del sánscrito, Aureliano había aprendido el inglés y el francés, y algo
del latín y del griego. Como entonces salía todas las tardes, y Amaranta Úrsula le había asignado
una suma semanal para sus gastos personales, su cuarto parecía una sección de la librería del
sabio catalán. Leía con avidez hasta muy altas horas de la noche, aunque por la forma en que se
refería a sus lecturas, Gastón pensaba que no compraba los libros para informarse sino para
verificar la exactitud de sus conocimientos, y que ninguno le interesaba más que los pergaminos,
a los cuales dedicaba las mejores horas de la mañana. Tanto a Gastón como a su esposa les
habría gustado incorporarlo a la vida familiar, pero Aureliano era hombre hermético, con una
nube de misterio que el tiempo iba haciendo más densa. Era una condición tan infranqueable, que
Gastón fracasó en sus esfuerzos por intimar con él, y tuvo que buscarse otro entretenimiento
para llenar sus horas muertas. Fue por esa época que concibió la idea de establecer un servicio
de correo aéreo.
No era un proyecto nuevo. En realidad lo tenía bastante avanzado cuando conoció a Amaranta
Úrsula, sólo que no era para Macondo sine para el Congo Belga, donde su familia tenía in-
versiones en aceite de palma. El matrimonio, la decisión de pasar unos meses en Macondo para
complacer a la esposa, lo habían obligado a aplazarle. Pero cuando vio que Amaranta Úrsula
estaba empeñada en organizar una junta de mejoras públicas, y hasta se reía de él por insinuar
la posibilidad del regreso, comprendió que las cosas iban para largo, y volvió a establecer
contacto con sus olvidados socios de Bruselas, pensando que para ser pionero daba lo mismo el
Caribe que el África. Mientras progresaban las gestiones, preparó un campe de aterrizaje en la
antigua región encantada que entonces parecía una llanura de pedernal resquebrajado, y estudió
la dirección de les vientos, la geografía del litoral y las rutas más adecuadas para la navegación
aérea, sin saber que su diligencia, tan parecida a la de míster Herbert, estaba infundiendo en el
pueble la peligrosa sospecha de que su propósito no era planear itinerarios sino sembrar banano.
Entusiasmado con una ocurrencia que después de todo podía justificar su establecimiento
definitivo en Macondo, hizo varios viajes a la capital de la provincia, se entrevistó con las
autoridades, y obtuvo licencias y suscribió contratos de exclusividad. Mientras tanto, mantenía
con los socios de Bruselas una correspondencia parecida a la de Fernanda con los médicos
invisibles, y acabó de convencerlos de que embarcaran el primer aeroplano al cuidado de un
mecánico experto, que lo armara en el puerto más próximo y lo llevara velando a Macondo. Un
año después de las primeras mediciones y cálculos meteorológicos, confiando en las promesas
reiteradas de sus corresponsales, había adquirido la costumbre de pasearse por las calles,
mirando el cielo, pendiente de los rumores de la brisa, en espera de que apareciera el aeroplano.
Aunque ella no lo había notado, el regreso de Amaranta Úrsula determinó un cambio radical en
la vida de Aureliano. Después de la muerte de José Arcadio, se había vuelto un cliente asiduo de
la librería del sabio catalán. Además, la libertad de que entonces disfrutaba, y el tiempo de que
disponía, le despertaron una cierta curiosidad por el pueblo, que conoció sin asombro. Recorrió
las calles polvorientas y solitarias, examinando con un interés más científico que humano el
interior de las casas en ruinas, las redes metálicas de las ventanas, rotas por el óxido y los
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