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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           Cantabria anunciada por San Millán. De pronto, sin interrumpir la plática, movido por un impulso
           que dormía   en  él  desde sus orígenes, Aureliano  puso su  mano  sobre la  de  ella, creyendo  que
           aquella  decisión  final ponía  término  a  la  zozobra.  Sin  embargo,  ella  le  agarró  el índice  con  la
           inocencia cariñosa con  que lo  hizo  muchas veces en  la  infancia, y lo  tuvo agarrado  mientras él
           seguía  contestando  sus  preguntas.  Permanecieron así,  vinculados  por  un índice  de  hielo  que  no
           transmitía  nada en  ningún sentido,  hasta que  ella  despertó  de  su  sueño  momentáneo  y  se  dio
           una  palmada en   la  frente. «¡Las hormigas!», exclamó. Y entonces se olvidó  de  los manuscritos,
           llegó hasta la puerta con un paso de baile, y desde allí le mandó a Aureliano con la punta de los
           dedos el mismo beso con que se despidió de su padre la tarde en que la mandaron a Bruselas.
              -Después me explicas -dijo-. Se me había olvidado que hoy es día de echar cal en los huecos
           de las hormigas.
              Siguió  yendo  al  cuarto  ocasionalmente,  cuando   tenía algo  que  hacer  por  esos  lados,  y
           permanecía   allí breves  minutos,  mientras  su  marido  continuaba  escrutando  el cielo.  Ilusionado
           con aquel cambio, Aureliano se quedaba entonces a comer en familia, como no lo hacía desde los
           primeros meses del   regrese de  Amaranta Úrsula. A   Gastón  le  agradó. En  las conversaciones de
           sobremesa, que solían prolongarse por más de una hora, se dolía de que sus socios le estuvieran
           engañando.   Le  habían anunciado   el  embarque  del  aeroplano  en  un buque  que  no  llegaba,  y
           aunque sus agentes marítimos insistían en que no llegaría nunca porque no figuraba en las listas
           de  les barcos del  Caribe, sus socios se obstinaban   en  que el  despacho  era correcto, y hasta
           insinuaban la posibilidad de que Gastón les mintiera en sus cartas. La correspondencia alcanzó tal
           grado  de  suspicacia  recíproca,  que  Gastón  optó  por  no  volver  a escribir,  y empezó  a sugerir  la
           posibilidad de un viaje rápido a Bruselas, para aclarar las cosas, y regresar con el aeroplano. Sin
           embargo,  el  proyecto  se  desvaneció  tan pronto  como  Amaranta Úrsula  reiteró  su  decisión  de  no
           moverse   de  Macondo   aunque   se  quedara sin marido.     En  los  primeros  tiempos,  Aureliano
           compartió  la  idea  generalizada de  que  Gastón  era un tonto  en  velocípedo,  y eso  le  suscitó  un
           vago  sentimiento  de  piedad.  Más  tarde,  cuando  obtuvo  en  los  burdeles  una información más
           profunda sobre la naturaleza de los hombres, pensó que la mansedumbre de Gastón tenía origen
           en  la  pasión  desmandada.  Pero  cuando  lo  conoció  mejor,  y se  dio  cuenta de  que  su  verdadero
           carácter estaba en contradicción con su conducta sumisa, concibió la maliciosa sospecha de que
           hasta la espera del aeroplano era una farsa. Entonces pensó que Gastón no era tan tonto como lo
           aparentaba,  sino  al contrario,  un  hombre  de  una  constancia,  una  habilidad  y  una  paciencia
           infinitas, que se había propuesto vencer a la esposa por el cansancio de la eterna complacencia,
           del  nunca decirle  que  no,  del  simular  una conformidad sin límites,  dejándola enredarse  en  su
           propia telaraña, hasta el día en que no pudiera soportar más el tedio de las ilusiones al alcance
           de  la  mano,  y ella  misma hiciera las  maletas  para  volver  a Europa.  La  antigua piedad de
           Aureliano  se transformó  en  una  animadversión  virulenta. Le pareció tan  perverso el  sistema de
           Gastón,  pero  al  mismo  tiempo  tan eficaz,  que  se  atrevió  a prevenir  a Amaranta Úrsula.  Sin
           embargo, ella  se burló de  su  suspicacia, sin  vislumbrar siquiera la  desgarradora carga de  amor,
           de incertidumbre y de celos que llevaba dentro. No se le había ocurrido pensar que suscitaba en
           Aureliano  algo  más  que  un afecto  fraternal,  hasta que  se  pinchó  un dedo  tratando  de  destapar
           una lata de  melocotones,  y  él  se  precipitó  a chuparle  la  sangre  con una avidez  y  una devoción
           que le erizaron la piel.
              -¡Aureliano! -rió ella, inquieta-. Eres demasiado malicioso para ser un buen murciélago.
              Entonces  Aureliano  se  desbordó.  Dándole  besitos  huérfanos  en  el  cuenco  de  la  mano  herida,
           abrió los pasadizos más recónditos de su corazón, y se sacó una tripa interminable y macerada,
           el  terrible  animal  parasitario  que  había incubado  en  el  martirio.  Le  contó  cómo  se  levantaba a
           medianoche para llorar de desamparo y de rabia en la ropa íntima que ella dejaba secando en el
           baño.  Le  contó  con  cuánta  ansiedad  le  pedía  a  Nigromanta  que  chillara  como  una  gata,  y
           sollozara en su oído gastón gastón gastón, y con cuánta astucia saqueaba sus frascos de perfume
           para encontrarles en el cuello de las muchachitas que se acostaban por hambre. Espantada con la
           pasión  de  aquel  desahogo, Amaranta Úrsula    fue cerrando los dedos, contrayéndolos come      un
           molusco,  hasta que  su  mano  herida,  liberada de  todo  dolor  y todo  vestigio  de  misericordia,  se
           convirtió en un nudo de esmeraldas y topacios, y huesos pétreos e insensibles.
              -¡Bruto! -dijo, como si estuviera escupiendo-. Me voy a Bélgica en el primer barco que salga.
              Álvaro  había llegado  una de  esas  tardes  a la  librería del  sabio  catalán,  pregonando  a voz en
           cuello su último hallazgo: un burdel zoológico. Se llamaba El Niño de Oro, y era un inmenso salón
           al aire libre, por donde se paseaban a voluntad no menos de doscientos alcaravanes que daban la



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