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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
XIX
Amaranta Úrsula regresó con los primeros ángeles de diciembre, empujada por brisas de
velero, llevando al espose amarrado por el cuello con un cordel de seda. Apareció sin ningún
anuncio, con un vestido color de marfil, un hilo de perlas que le daba casi a las rodillas, sortijas
de esmeraldas y topacios, y el cabello redondo y liso rematado en las orejas con puntas de
golondrinas. El hombre con quien se había casado seis meses antes era un flamenco madure,
esbelto, con aires de navegante. No tuvo sino que empujar la puerta de la sala para comprender
que su ausencia había sido más prolongada y demoledora de le que ella suponía.
-Dios mío -gritó, más alegre que alarmada-, ¡cómo se ve que no hay una mujer en esta casa!
El equipaje no cabía en el corredor. Además del antiguo baúl de Fernanda con que la
mandaron al colegio, llevaba des roperos verticales, cuatro maletas grandes, un talego para las
sombrillas, ocho cajas de sombreros, una jaula gigantesca con medie centenar de canarios, y el
velocípedo del marido, desarmado dentro de un estuche especial que permitía llevarlo come un
violoncelo. Ni siquiera se permitió un día de descanso al cabo del largo viaje. Se puso un gastado
overol de lienzo que había llevado el esposo con otras prendas de motorista, y emprendió una
nueva restauración de la casa. Desbandó las hormigas coloradas que ya se habían apoderado del
corredor, resucitó los rosales, arrancó la maleza de raíz, y volvió a sembrar helechos, oréganos y
begonias en los tiestos del pasamanos. Se puso al frente de una cuadrilla de carpinteros,
cerrajeros y albañiles que resanaron las grietas de los pisos, enquiciaren puertas y ventanas,
renovaron les muebles y blanquearen las paredes por dentro y por fuera, de modo que tres
meses después de su llegada se respiraba otra vez el aire de juventud y de fiesta que hubo en les
tiempos de la pianola. Nunca se vio en la casa a nadie con mejor humor a toda hora y en
cualquier circunstancia, ni a nadie más dispuesto a cantar y bailar, y a tirar la basura las cosas y
las costumbres revenidas. De un escobazo acabó con los recuerdos funerarios y los montones de
cherembecos inútiles y aparatos de superstición que se apelotonaban en los rincones, y lo único
que conservó, por gratitud a Úrsula, fue el daguerrotipo de Remedios en la sala. «Miren qué lujo -
gritaba muerta de risa-. ¡Una bisabuela de catorce años!» Cuando uno de les albañiles le contó
que la casa estaba poblada de aparecidos, y que el único modo de espantarlos era buscando los
tesoros que habían dejado enterrados, ella replicó entre carcajadas que no creía en supersticiones
de hombres. Era tan espontánea, tan emancipada, con un espíritu tan moderno y libre, que
Aureliano no supo qué hacer con el cuerpo cuando la vio llegar. «¡Qué bárbaro! -gritó ella, feliz,
con los brazos abiertos-. ¡Miren cómo ha crecido mi adorado antropófago!» Antes de que él
tuviera tiempo de reaccionar, ya ella había puesto un disco en el gramófono portátil que llevó
consigo, y estaba tratando de enseñarle los bailes de moda. Lo obligó a cambiarse les escuálidos
pantalones que heredó del coronel Aureliano Buendía, le regaló camisas juveniles y zapatos de
des colores, y lo empujaba a la calle cuando pasaba mucho tiempo en el cuarto de Melquíades.
Activa, menuda, indomable, como Úrsula, y casi tan bella y provocativa como Remedies, la
bella, estaba dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda. Cuando recibía por correo les
figurines más recientes, apenas le servían para comprobar que no se había equivocado en les
modelos que inventaba, y que cosía en la rudimentaria máquina de manivela de Amaranta.
Estaba suscrita a cuanta revista de modas, información artística y música popular se publicaba en
Europa, y apenas les echaba una ojeada para darse cuenta de que las cosas iban en el mundo
como ella las imaginaba. No era comprensible que una mujer con aquel espíritu hubiera
regresado a un pueblo muerte, deprimido por el polvo y el calor, y menos con un marido que
tenía dinero de sobra para vivir bien en cualquier parte del mundo, y que la amaba tanto que se
había sometido a ser llevado y traído por ella con el dogal de seda. Sin embargo, a medida que el
tiempo pasaba era más evidente su intención de quedarse, pues no concebía planes que no fue-
ran a largo plazo, ni tomaba determinaciones que no estuvieran orientadas a procurarse una vida
cómoda y una vejez tranquila en Macondo. La jaula de canarios demostraba que esos propósitos
no eran improvisados. Recordando que su madre le había contado en una carta el exterminio de
los pájaros, habla retrasado el viaje varios meses hasta encontrar un barco que hiciera escala en
las islas Afortunadas, y allí seleccionó las veinticinco parejas de canarios más finos para repoblar
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