Page 11 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              De modo   que la  situación  siguió  igual  por otros seis  meses, hasta el  domingo trágico en  que
           José  Arcadio  Buendía le  gano  una pelea de  gallos  a Prudencio  Aguilar.  Furioso,  exaltado  por  la
           sangre  de  su  animal,  el  perdedor  se  apartó  de  José  Arcadio  Buendía para  que  toda la  gallera
           pudiera oír lo que iba a decirle.
              -Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.
              José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a
           Prudencio Aguilar:
              -Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
              Diez  minutos  después  volvió  con  la  lanza  cebada  de  su  abuelo.  En  la  puerta  de  la  gallera,
           donde  se  había concentrado   medio  pueblo,  Prudencio  Aguilar  lo  esperaba.  No  tuvo  tiempo  de
           defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma
           dirección  certera con que  el  primer  Aureliano  Buendía exterminó  a los  tigres  de  la  región,  le
           atravesó  la  garganta.  Esa noche,  mientras  se  velaba el  cadáver  en  la  gallera,  José  Arcadio
           Buendía entró   en  el  dormitorio  cuando  su  mujer  se  estaba poniendo  el  pantalón  de  castidad.
           Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de
           su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza
           en el piso de tierra.
              -Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo
           por culpa tuya.
              Era una buena noche    de  junio,  fresca  y  con luna,  y  estuvieron  despiertos  y  retozando  en  la
           cama  hasta  el  amanecer, indiferentes al  viento  que pasaba  por el  dormitorio, cargado con  el
           llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.
              El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó un malestar en la
           conciencia.  Una noche  en  que  no  podía dormir,  Úrsula  salió  a tomar  agua en  el  patio  y vio  a
           Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar
           con un tapón de   esparto  el  hueco  de  su  garganta.  No  le  produjo  miedo,  sino  lástima.  Volvió  al
           cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen -
           dijo-. Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula
           volvió  a ver  a Prudencio  Aguilar  en  el  baño,  lavándose  con el  tapón de  esparto  la  sangre  cris-
           talizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado
           por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su
           expresión triste.
              -Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a matarte.
              Prudencio Aguilar no   se fue, ni  José Arcadio Buendía se atrevió arrojar la      lanza. Desde
           entonces no pudo dormir bien.
              Lo  atormentaba  la  inmensa  desolación  con  que  el muerto  lo  había  mirado  desde  la  lluvia,  la
           honda nostalgia con   que añoraba a los vivos, la  ansiedad  con  que registraba  la  casa buscando
           agua para  mojar  su  tapón de  esparto.  «Debe  estar  sufriendo  mucho  -le  decía a Úrsula-.  Se  ve
           que está muy solo.» Ella estaba tan conmovida que la próxima vez que vio al muerto destapando
           las ollas de la hornilla comprendió lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por
           toda  la  casa. Una noche en   que lo  encontró lavándose las heridas en    su  propio  cuarto, José
           Arcadio Buendía no pudo resistir más.
              -Está bien,  Prudencio  -le  dijo-.  Nos  iremos  de  este  pueblo,  lo  más  lejos  que  podamos,  y no
           regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.
              Fue  así  como  emprendieron  la  travesía  de  la  sierra.  Varios  amigos  de  José  Arcadio  Buendía,
           jóvenes como    él, embullados con   la  aventura, desmantelaron   sus casas y cargaron    con  sus
           mujeres y sus hijos hacia la  tierra que nadie les había prometido. Antes de   partir, José Arcadio
           Buendía enterró   la  lanza en  el  patio  y degolló  uno  tras  otro  sus  magníficos  gallos  de  pelea,
           confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó
           Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos útiles domésticos y el cofrecito con
           las  piezas  de  oro  que  heredé  de  su  padre.  No  se  trazaron  un itinerario  definido.  Solamente
           procuraban viajar  en  sentido  contrario  al  camino  de  Riohacha para  no  dejar  ningún rastro  ni
           encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el estómago estragado
           por la  carne de  mico y el  caldo de  culebras, Úrsula  dio a luz  un  hijo  con  todas sus partes
           humanas. Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres
           llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las varices se le reventaban
           como burbujas. Aunque daba lástima verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos, los



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