Page 146 - Cien Años de Soledad
P. 146

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           bajo el sol abrasante, mirando cómo el tren se iba confundiendo con el punto negro del horizonte,
           y tomados del brazo por primera vez desde el día de la boda.
              El  nueve  de  agosto,  antes  de  que  se  recibiera la  primera carta de  Bruselas,  José  Arcadio
           Segundo conversaba con Aureliano en el cuarto de Melquíades, y sin que viniera a cuento dijo:
              -Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.
              Luego se fue de   bruces sobre los pergaminos, y murió con     los ojos abiertos. En  ese mismo
           instante,  en  la  cama de  Fernanda,  su  hermano  gemelo  llegó  al  final  del  prolongado  y terrible
           martirio  de  los  cangrejos  de  hierro  que  le  carcomieron la  garganta.  Una semana antes  había
           vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su
           acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes lo ayudó
           a recoger  sus  ropas  y lo  despidió  sin derramar  una lágrima,  pero  olvidó  darle  los  zapatos  de
           charol que él quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de
           negro,  envolvió  los  botines  en  un periódico,  y le  pidió  permiso  a Fernanda para  ver  al  cadáver.
           Fernanda no la dejó pasar de la puerta.
              -Póngase en mi lugar -suplicó Petra Cotes-. Imagínese cuánto lo habré querido para soportar
           esta humillación.
              -No hay humillación que no la merezca una concubina
              -replicó  Fernanda-.  Así  que  espere  a que  se  muera otro  de  los  tantos  para  ponerle  esos
           botines.
              En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el
           cadáver  de  José  Arcadio  Segundo  para  asegurarse  de  que  no  lo  enterraran vivo,  Los  cuerpos
           fueron puestos en ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idénticos en la muerte, como lo
           fueron hasta la adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de Aureliano Segundo pusieron
           sobre su caja una corona que tenía una cinta morada con un letrero: Apartense vacas que la vida
           es corta. Fernanda se indignó tanto con la irreverencia que mandó tirar la corona en la basura. En
           el  tumulto de  última  hora, los borrachitos tristes que los sacaron  de  la  casa confundieron  los
           ataúdes y los enterraron en tumbas equivocadas.

















































                                                            146
   141   142   143   144   145   146   147   148   149   150   151