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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
bajo el sol abrasante, mirando cómo el tren se iba confundiendo con el punto negro del horizonte,
y tomados del brazo por primera vez desde el día de la boda.
El nueve de agosto, antes de que se recibiera la primera carta de Bruselas, José Arcadio
Segundo conversaba con Aureliano en el cuarto de Melquíades, y sin que viniera a cuento dijo:
-Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.
Luego se fue de bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos abiertos. En ese mismo
instante, en la cama de Fernanda, su hermano gemelo llegó al final del prolongado y terrible
martirio de los cangrejos de hierro que le carcomieron la garganta. Una semana antes había
vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su
acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes lo ayudó
a recoger sus ropas y lo despidió sin derramar una lágrima, pero olvidó darle los zapatos de
charol que él quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de
negro, envolvió los botines en un periódico, y le pidió permiso a Fernanda para ver al cadáver.
Fernanda no la dejó pasar de la puerta.
-Póngase en mi lugar -suplicó Petra Cotes-. Imagínese cuánto lo habré querido para soportar
esta humillación.
-No hay humillación que no la merezca una concubina
-replicó Fernanda-. Así que espere a que se muera otro de los tantos para ponerle esos
botines.
En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el
cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo enterraran vivo, Los cuerpos
fueron puestos en ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idénticos en la muerte, como lo
fueron hasta la adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de Aureliano Segundo pusieron
sobre su caja una corona que tenía una cinta morada con un letrero: Apartense vacas que la vida
es corta. Fernanda se indignó tanto con la irreverencia que mandó tirar la corona en la basura. En
el tumulto de última hora, los borrachitos tristes que los sacaron de la casa confundieron los
ataúdes y los enterraron en tumbas equivocadas.
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