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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           sacrificio del Judío Errante, encontraron al padre Antonio Isabel jugando con los niños a la gallina
           ciega, y creyendo que su informe era producto de una alucinación senil, se lo llevaron a un asilo.
           Poco después mandaron       al  padre Augusto Ángel,      un  cruzado de    las nuevas hornadas,
           intransigente, audaz, temerario, que tocaba personalmente las campanas varias veces al día para
           que no se aletargaran los espíritus, y que andaba de casa en casa despertando a los dormilones
           para que fueran a misa, pero antes de un año estaba también vencido por la negligencia que se
           respiraba en el aire, por el polvo ardiente que todo lo envejecía y atascaba, y por el sopor que le
           causaban las albóndigas del almuerzo en el calor insoportable de la siesta,
              A la muerte de Úrsula, la casa volvió a caer en un abandono del cual no la podría rescatar ni
           siquiera  una voluntad tan resuelta y vigorosa   como  la  de  Amaranta Úrsula,  que  muchos  arios
           después, siendo  una  mujer sin  prejuicios, alegre y moderna, con   los pies bien  asentados en  el
           mundo, abrió puertas y ventanas       para  espantar  la  ruina,  restauró el  jardín, exterminó las
           hormigas coloradas que ya andaban a pleno día por el corredor, y trató inútilmente de despertar
           el olvidado espíritu de hospitalidad. La pasión claustral de Fernanda puso un dique infranqueable
           a los cien años torrenciales de Úrsula. No sólo se negó a abrir las puertas cuando pasó el viento
           árido,  sino  que  hizo  clausurar  las  ventanas  con crucetas  de  madera,  obedeciendo  a la  consigna
           paterna de enterrarse en vida. La dispendiosa correspondencia con los médicos invisibles terminó
           en un fracaso. Después de numerosos aplazamientos, se encerró en su dormitorio en la fecha y la
           hora acordadas, cubierta solamente por una sábana blanca y con la cabeza hacia el norte, y a la
           una de la madrugada sintió que le taparon la cara con un pañuelo embebido en un líquido glacial.
           Cuando despertó, el sol brillaba en la ventana y ella tenía una costura bárbara en forma de arco
           que  empezaba en    la  ingle  y terminaba en  el  esternón.  Pero  antes  de  que  cumpliera  el  reposo
           previsto  recibió  una carta desconcertada de    los  médicos  invisibles,  quienes  decían haberla
           registrado durante seis horas sin encontrar nada que correspondiera a los síntomas tantas veces
           y  tan  escrupulosamente  descritos  por  ella.  En  realidad,  su  hábito  pernicioso  de  no  llamar  las
           cosas por su nombre había dado origen a una nueva confusión, pues lo único que encontraron los
           cirujanos  telepáticos  fue  un descendimiento  del  útero  que  podía corregirse  con el  uso  de  un
           pesario.  La  desilusionada Fernanda trató  de  obtener  una información más  precisa,  pero  los  co-
           rresponsales ignotos no  volvieron  a contestar sus cartas. Se  sintió  tan  agobiada  por el  peso de
           una palabra desconocida, que decidió amordazar la vergüenza para preguntar qué era un pesario,
           y sólo  entonces supo  que el  médico francés se había colgado de    una  viga  tres meses antes, y
           había sido  enterrado  contra  la  voluntad del  pueblo  por  un antiguo  compañero  de  armas  del
           coronel Aureliano Buendía. Entonces se confió a su hijo José Arcadio, y éste le mandó los pesarios
           desde  Roma,  con un folletito  explicativo  que  ella  echó  al  excusado  después  de  aprendérselo  de
           memoria,   para  que  nadie  fuera a conocer  la  naturaleza de  sus  quebrantos.  Era una precaución
           inútil,  porque  las únicas personas que vivían  en  la  casa apenas si  la  tomaban  en  cuenta. Santa
           Sofía de  la  Piedad  vagaba  en  una  vejez  solitaria, cocinando lo  poco que se comían, y casi  por
           completo  dedicada al  cuidado  de  José  Arcadio  Segundo.  Amaranta Úrsula,  heredera  de  ciertos
           encantos  de  Remedios,  la  bella,  ocupaba en  hacer  sus  tareas  escolares  el  tiempo  que  antes
           perdía en atormentar a Úrsula, y empezaba a manifestar un buen juicio y una consagración a los
           estudios que hicieron renacer en Aureliano Segundo la buena esperanza que le inspiraba Meme.
           Le había prometido mandarla a terminar sus estudios en Bruselas, de acuerdo con una costumbre
           establecida en  los  tiempos  de  la  compañía  bananera,  y esa ilusión  lo  había llevado  a tratar  de
           revivir las tierras devastadas por el diluvio. Las pocas veces que entonces se le veía en la casa,
           era por Amaranta Úrsula, pues con el tiempo se había convertido en un extraño para Fernanda, y
           el  pequeño  Aureliano  se  iba volviendo  esquivo  y ensimismado  a medida que   se  acercaba a la
           pubertad.  Aureliano  Segundo  confiaba en  que  la  vejez ablandara el  corazón de  Fernanda,  para
           que  el  niño  pudiera incorporarse  a la  vida de  un pueblo  donde  seguramente  nadie  se  hubiera
           tomado  el  trabajo de  hacer especulaciones suspicaces sobre su  origen. Pero el  propio  Aureliano
           parecía preferir el encierro y la soledad, y no revelaba la menor malicia por conocer el mundo que
           empezaba en la puerta de la calle. Cuando Úrsula hizo abrir el cuarto de Melquíades, él se dio a
           rondarlo, a curiosear por la puerta entornada, y nadie supo en qué momento terminó vinculado a
           José  Arcadio  Segundo  por  un afecto  recíproco.  Aureliano  Segundo  descubrió  esa amistad mucho
           tiempo después de iniciada, cuando oyó al niño hablando de la matanza de la estación. Ocurrió un
           día en  que  alguien se  lamentó  en  la  mesa  de  la  ruina en  que  se  hundió  el  pueblo  cuando  lo
           abandonó la compañía bananera, y Aureliano lo contradijo con una madurez y una versación de
           persona mayor. Su punto de vista, contrario a la interpretación general, era que Macondo fue un



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