Page 151 - Cien Años de Soledad
P. 151

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           madre, donde Aureliano había vaporizado mercurio durante cuatro meses en el atanor del abuelo
           de  su  abuelo,  para  conservar  el  cuerpo  según la  fórmula de  Melquíades.  José  Arcadio  no  hizo
           ninguna pregunta.   Le  dio  un beso  en  la  frente  al  cadáver,  le  sacó  de  debajo  de  la  falda la
           faltriquera de jareta donde había tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero. Hacía todo
           con  ademanes directos y decididos, en   contraste con  su  languidez.  Sacó del  ropero un  cofrecito
           damasquinado    con  el escudo  familiar,  y  encontró  en  el interior  perfumado  de  sándalo  la  carta
           voluminosa   en  que  Fernanda desahogó    el  corazón de  las  incontables  verdades  que  le  había
           ocultado.  La  leyó  de  pie,  con avidez  pero  sin ansiedad,  y en  la  tercera página se  detuvo,  y
           examinó a Aureliano con una mirada de segundo reconocimiento.
              -Entonces -dijo con una voz que tenía algo de navaja de afeitar-, tú eres el bastardo.
              -Soy Aureliano Buendía.
              -Vete a tu cuarto -dijo José Arcadio.
              Aureliano  se  fue,  y  no  volvió  a  salir  ni siquiera  por  curiosidad  cuando  oyó  el rumor  de  los
           funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando por la casa, aho-
           gándose en   su  respiración  anhelante, y seguía  escuchando   sus pasos por los dormitorios en
           ruinas después de la medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no sólo porque José Arcadio
           no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en
           nada distinto de los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y
           había ido a la librería del sabio catalán, en busca de los libros que le hacían falta. No le interesó
           nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles
           desiertas y las casas desoladas eran   iguales a como  las había imaginado en    un  tiempo  en  que
           hubiera  dado  el  alma por  conocerlas.  Se  había concedido  a si  mismo  el  permiso  que  le  negó
           Fernanda,  y sólo  por  una vez,  con un objetivo  único  y por  el  tiempo  mínimo  indispensable,  así
           que recorrió sin  pausa las once cuadras que separaban       la  casa del  callejón  donde antes se
           interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas había
           espacio para   moverse. Más que una      librería,  aquélla  parecía  un  basurero de  libros usados,
           puestos en  desorden   en  los estantes mellados por el  comején,  en  los rincones amelazados de
           telaraña,  y aun en  los  espacios  que  debieron  destinarse  a los  pasadizos.  En  una larga mesa,
           también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía
           morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera
           plateada que  se  le  adelantaba en  la  frente  como  el  penacho  de  una cacatúa,  y sus  ojos  azules,
           vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en
           calzoncillos, empapado en sudor y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aure-
           liano  no  tuvo  dificultad para  rescatar  de  entre  aquel  desorden  de  fábula  los  cinco  libros  que
           buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los
           entregó  junto  con el  pescadito  de  oro  al  sabio  catalán,  y éste  los  examinó,  y sus  párpados  se
           contrajeron como dos almejas. «Debes estar loco» -dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le
           devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito.
              -Llévatelo -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego,
           así que piensa bien lo que haces.
              José  Arcadio  restauró  el dormitorio  de  Meme,  mandó   limpiar  y  remendar  las  cortinas  de
           terciopelo  y  el damasco  del baldaquín  de  la  cama  virreinal,  y  puso  otra  vez  en  servicio  el baño
           abandonado, cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera. A esos dos
           lugares  se  redujo  su  imperio  de  pacotilla,  de  gastados  géneros  exóticos,  de  perfumes  falsos  y
           pedrería barata. Lo único que pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los santos del altar
           doméstico, que una tarde quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el
           patio. Dormía  hasta después de   las once. Iba al  baño  con  una  deshilachada túnica de  dragones
           dorados  y  unas  chinelas  de  borlas  amarillas,  y  allí oficiaba  un  rito  que  por  su  parsimonia  y
           duración recordaba al de Remedios, la bella. Antes de bañarse, aromaba la alberca con las sales
           que  llevaba en  tres  pomos  alabastrados.  No  se  hacía abluciones  con la  totuma,  sino  que  se
           zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando boca arriba, adormecido
           por  la  frescura  y por  el  recuerdo  de  Amaranta.  A los  pocos  días  de  haber  llegado  abandonó  el
           vestido de tafetán, que además de ser demasiado caliente para el pueblo era el único que tenía, y
           lo  cambió  por  unos  pantalones  ajustados,  muy parecidos  a los  que  usaba Pietro  Crespi  en  las
           clases de baile, y una camisa de seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el
           corazón.  Dos veces por semana    lavaba  la  muda  completa  en  la  alberca, y se quedaba con  la
           túnica hasta que se secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca comía en la casa. Salía



                                                            151
   146   147   148   149   150   151   152   153   154   155   156