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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           castellano  no  significaba nada:  eran  versos cifrados. Aureliano   carecía de   elementos para
           establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que
           en  la  tienda del  sabio  catalán estaban los  libros  que  le  harían falta para  llegar  al  fondo  de  los
           pergaminos,   decidió  hablar  con Fernanda para  que  le  permitiera  ir  a buscarlos.  En  el  cuarto
           devorado   por  los  escombros,  cuya  proliferación  incontenible  había  terminado  por  derrotarlo,
           pensaba en   la  forma más adecuada de   formular  la  solicitud, se  anticipaba a las circunstancias,
           calculaba la ocasión más adecuada, pero cuando encontraba a Fernanda retirando la comida del
           rescoldo, que era la única oportunidad para hablarle, la solicitud laboriosamente premeditada se
           le atragantaba, y se le perdía la voz. Fue aquella la única vez en que la espió. Estaba pendiente
           de  sus pasos en  el  dormitorio. La oía ir  hasta la  puerta  para recibir las cartas de  sus hijos y
           entregarle  las suyas al  cartero, y escuchaba hasta muy altas horas de   la  noche el  trazo duro y
           apasionado  de  la  pluma en  el  papel,  antes  de  oír  el  ruido  del  interruptor  y el  murmullo  de  las
           oraciones en la oscuridad. Sólo entonces se dormía, confiando en que el día siguiente le daría la
           oportunidad esperada. Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una
           mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso
           unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado,
           y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. No llegó la mujer de todos los días, la
           de la cabeza alzada y la andadura pétrea, sino una anciana de una hermosura sobrenatural, con
           una amarillenta capa de armiño, una corona de cartón dorado, y la conducta lánguida de quien ha
           llorado  en  secreto. En  realidad, desde que lo  encontró en   los baúles de  Aureliano  Segundo,
           Fernanda se había puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera que la hubiera
           visto frente al espejo, extasiada en sus propios ademanes monárquicos, habría podido pensar que
           estaba loca.  Pero  no  lo  estaba.  Simplemente,  había convertido   los  atuendos  reales  en  una
           máquina de recordar. La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara un nudo
           en el corazón y que los ojos se le llenaran de lágrimas, porque en aquel instante volvió a percibir
           el olor de betún de las botas del militar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma
           se  le  cristalizó  con  la  nostalgia  de  los  sueños  perdidos.  Se  sintió  tan  vieja,  tan  acabada,  tan
           distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores,
           y sólo entonces descubrió cuánta falta hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de
           los rosales al  atardecer, y hasta la  naturaleza  bestial  de  los advenedizos. Su  corazón  de  ceniza
           apelmazada que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana,
           se  desmoronó  a los  primeros  embates  de  la  nostalgia.  La  necesidad de  sentirse  triste  se  le  iba
           convirtiendo  en  un vicio  a medida que  la  devastaban los  años.  Se  humanizó  en  la  soledad.  Sin
           embargo, la mañana en que entró en la cocina y se encontró con una taza de café que le ofrecía
           un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del
           ridículo. No sólo  le  negó  el  permiso, sino  que desde entonces cargó las llaves de  la  casa en  la
           bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido
           Aureliano  hubiera podido   escapar y hasta volver a casa sin      ser visto. Pero el   prolongado
           cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón las
           semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos,
           y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una mañana
           fue como  de  costumbre a prender el   fogón,  y encontró en  las cenizas apagadas la  comida  que
           había dejado  para  ella  el  día anterior.  Entonces  se  asomó  al  dormitorio,  y la  vio  tendida en  la
           cama,  tapada con la   capa de  armiño,  más   bella  que  nunca,  y  con la  piel  convertida en  una
           cáscara de marfil. Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.
              Era imposible  concebir  un hombre   más   parecido  a su  madre.  Llevaba un traje  de  tafetán
           luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo en lugar
           de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y
           liso,  partido  en  el centro  del cráneo  por  una  línea  recta  y  exangüe,  tenía  la  misma  apariencia
           postiza del  pelo  de  los  santos.  La  sombra  de  la  barba bien  destroncada en  el  rostro  de  parafina
           parecía un asunto   de  la  conciencia.  Tenía las  manos  pálidas,  con nervaduras  verdes  y  dedos
           parasitarios,  y  un  anillo  de  oro  macizo  con  un  ópalo  girasol,  redondo,  en  el índice  izquierdo.
           Cuando le abrió la puerta de la calle Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era
           para darse cuenta de que venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de
           agua florida que  Úrsula  le  echaba en  la  cabeza cuando  era niño,  para  poder  encontrarlo  en  las
           tinieblas. De algún modo imposible de precisar, después de tantos años de ausencia José Arcadio
           seguía siendo un niño otoñal, terriblemente triste y solitario. Fue directamente al dormitorio de su



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