Page 150 - Cien Años de Soledad
P. 150
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elementos para
establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que
en la tienda del sabio catalán estaban los libros que le harían falta para llegar al fondo de los
pergaminos, decidió hablar con Fernanda para que le permitiera ir a buscarlos. En el cuarto
devorado por los escombros, cuya proliferación incontenible había terminado por derrotarlo,
pensaba en la forma más adecuada de formular la solicitud, se anticipaba a las circunstancias,
calculaba la ocasión más adecuada, pero cuando encontraba a Fernanda retirando la comida del
rescoldo, que era la única oportunidad para hablarle, la solicitud laboriosamente premeditada se
le atragantaba, y se le perdía la voz. Fue aquella la única vez en que la espió. Estaba pendiente
de sus pasos en el dormitorio. La oía ir hasta la puerta para recibir las cartas de sus hijos y
entregarle las suyas al cartero, y escuchaba hasta muy altas horas de la noche el trazo duro y
apasionado de la pluma en el papel, antes de oír el ruido del interruptor y el murmullo de las
oraciones en la oscuridad. Sólo entonces se dormía, confiando en que el día siguiente le daría la
oportunidad esperada. Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una
mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso
unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado,
y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. No llegó la mujer de todos los días, la
de la cabeza alzada y la andadura pétrea, sino una anciana de una hermosura sobrenatural, con
una amarillenta capa de armiño, una corona de cartón dorado, y la conducta lánguida de quien ha
llorado en secreto. En realidad, desde que lo encontró en los baúles de Aureliano Segundo,
Fernanda se había puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera que la hubiera
visto frente al espejo, extasiada en sus propios ademanes monárquicos, habría podido pensar que
estaba loca. Pero no lo estaba. Simplemente, había convertido los atuendos reales en una
máquina de recordar. La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara un nudo
en el corazón y que los ojos se le llenaran de lágrimas, porque en aquel instante volvió a percibir
el olor de betún de las botas del militar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma
se le cristalizó con la nostalgia de los sueños perdidos. Se sintió tan vieja, tan acabada, tan
distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores,
y sólo entonces descubrió cuánta falta hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de
los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. Su corazón de ceniza
apelmazada que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana,
se desmoronó a los primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste se le iba
convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años. Se humanizó en la soledad. Sin
embargo, la mañana en que entró en la cocina y se encontró con una taza de café que le ofrecía
un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del
ridículo. No sólo le negó el permiso, sino que desde entonces cargó las llaves de la casa en la
bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido
Aureliano hubiera podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto. Pero el prolongado
cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón las
semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos,
y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una mañana
fue como de costumbre a prender el fogón, y encontró en las cenizas apagadas la comida que
había dejado para ella el día anterior. Entonces se asomó al dormitorio, y la vio tendida en la
cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca, y con la piel convertida en una
cáscara de marfil. Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.
Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán
luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo en lugar
de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y
liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia
postiza del pelo de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina
parecía un asunto de la conciencia. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos
parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo.
Cuando le abrió la puerta de la calle Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era
para darse cuenta de que venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de
agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las
tinieblas. De algún modo imposible de precisar, después de tantos años de ausencia José Arcadio
seguía siendo un niño otoñal, terriblemente triste y solitario. Fue directamente al dormitorio de su
150