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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la com-
pañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como un pretexto para eludir
compromisos con los trabajadores. Hablando con tan buen criterio que a Fernanda le pareció una
parodia sacrílega de Jesús entre los doctores, el niño describió con detalles precisos y
convincentes cómo el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la
estación, y cómo cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar.
Convencida como la mayoría de la gente de la verdad oficial de que no había pasado nada,
Fernanda se escandalizó con la idea de que el niño había heredado los instintos anarquistas del
coronel Aureliano Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cambio, reconoció la ver-
sión de su hermano gemelo. En realidad, a pesar de que todo el mundo lo tenía por loco, José
Arcadio Segundo era en aquel tiempo el habitante más lúcido de la casa. Enseñó al pequeño
Aureliano a leer y a escribir, lo inició en el estudio de los pergaminos, y le inculcó una
interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos
años después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una
versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían
admitido, y consagrado en los textos escolares. En el cuartito apartado, adonde nunca llegó el
viento árido, ni el polvo ni el calor, ambos recordaban la visión atávica de un anciano con
sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana, muchos años antes
de que ellos nacieran. Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre
era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba
la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad
de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un
cuarto una fracción eternizada. José Arcadio Segundo había logrado además clasificar las letras
crípticas de los pergaminos. Estaba seguro de que correspondían a un alfabeto de cuarenta y
siete a cincuenta y tres caracteres, que separados parecían arañitas y garrapatas, y que en la
primorosa caligrafía de Melquíades parecían piezas de ropa puesta a secar en un alambre.
Aureliano recordaba haber visto una tabla semejante en la enciclopedia inglesa, así que la llevó al
cuarto para compararla con la de José Arcadio Segundo. Eran iguales, en efecto.
Por la época en que se le ocurrió la lotería de adivinanzas, Aureliano Segundo despertaba con
un nudo en la garganta, como si estuviera reprimiendo las ganas de llorar. Petra Cotes lo
interpretó como uno de los tantos trastornos provocados por la mala situación, y todas las
mañanas, durante más de un año, le tocaba el paladar con un hisopo de miel de abejas y le daba
jarabe de rábano. Cuando el nudo de la garganta se le hizo tan opresivo que le costaba trabajo
respirar, Aureliano Segundo visitó a Pilar Ternera por si ella conocía alguna hierba de alivio. La
inquebrantable abuela, que había llegado a los cien años al frente de un burdelito clandestino, no
confió en supersticiones terapéuticas, sino que consultó el asunto con las barajas. Vio el caballo
de oro con la garganta herida por el acero de la sota de espadas, y dedujo que Fernanda estaba
tratando de que el marido volviera a la casa mediante el desprestigiado sistema de hincar
alfileres en su retrato, pero que le había provocado un tumor interno por un conocimiento torpe
de sus malas artes. Como Aureliano Segundo no tenía más retratos que los de la boda, y las
copias estaban completas en el álbum familiar, siguió buscando por toda la casa en los descuidos
de la esposa, y por fin encontró en el fondo del ropero media docena de pesarios en sus cajitas
originales. Creyendo que las rojas llantitas de caucho eran objetos de hechicería, se metió una en
el bolsillo para que la viera Pilar Ternera. Ella no pudo determinar su naturaleza, pero le pareció
tan sospechosa, que de todos modos se hizo llevar la media docena y la quemó en una hoguera
que prendió en el patio. Para conjurar el supuesto maleficio de Fernanda, le indicó a Aureliano
Segundo que mojara una gallina clueca y la enterrara viva bajo el castaño, y él lo hizo de tan
buena fe, que cuando acabó de disimular con hojas secas la tierra removida, ya sentía que
respiraba mejor. Por su parte, Fernanda interpretó la desaparición como una represalia de los
médicos invisibles, y se cosió en la parte interior de la camisola una faltriquera de jareta, donde
guardó los pesarios nuevos que le mandó su hijo.
Seis meses después del enterramiento de la gallina, Aureliano Segundo despertó a medianoche
con un acceso de tos, y sintiendo que lo estrangulaban por dentro con tenazas de cangrejo. Fue
entonces cuando comprendió que por muchos pesarios mágicos que destruyera y muchas gallinas
de conjuro que remojara, la única y triste verdad era que se estaba muriendo. No se lo dijo a
nadie. Atormentad por el temor de morirse sin mandar a Bruselas a Amaranta Úrsula, trabajó
como nunca lo había hecho, y en vez de una hizo tres rifas semanales. Desde muy temprano se
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