Page 144 - Cien Años de Soledad
P. 144

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           lugar  próspero  y bien  encaminado  hasta que  lo  desordenó  y lo  corrompió  y lo  exprimió  la  com-
           pañía bananera,     cuyos  ingenieros  provocaron    el  diluvio  como  un pretexto    para   eludir
           compromisos con los trabajadores. Hablando con tan buen criterio que a Fernanda le pareció una
           parodia sacrílega de    Jesús  entre  los  doctores,  el  niño  describió  con detalles  precisos  y
           convincentes cómo    el  ejército  ametralló  a  más de  tres mil  trabajadores acorralados en   la
           estación, y cómo cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar.
           Convencida como    la  mayoría de  la  gente  de  la  verdad oficial  de  que  no  había pasado  nada,
           Fernanda se  escandalizó  con la  idea  de  que  el  niño  había heredado  los  instintos  anarquistas  del
           coronel Aureliano Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cambio, reconoció la ver-
           sión  de  su  hermano  gemelo.  En  realidad,  a pesar  de  que  todo  el  mundo  lo  tenía por  loco,  José
           Arcadio  Segundo  era en  aquel  tiempo  el  habitante  más  lúcido  de  la  casa.  Enseñó  al  pequeño
           Aureliano  a  leer  y  a  escribir,  lo  inició  en  el estudio  de  los  pergaminos,  y  le  inculcó  una
           interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos
           años  después, cuando   Aureliano  se  incorporara al  mundo,  había de  pensarse  que  contaba una
           versión alucinada, porque   era radicalmente   contraria a la  falsa que  los historiadores habían
           admitido,  y  consagrado  en  los  textos  escolares.  En  el  cuartito  apartado,  adonde  nunca llegó  el
           viento  árido,  ni  el  polvo  ni  el  calor,  ambos recordaban la visión  atávica de  un anciano  con
           sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana, muchos años antes
           de que ellos nacieran. Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre
           era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba
           la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad
           de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un
           cuarto  una fracción  eternizada. José  Arcadio  Segundo  había logrado  además clasificar  las letras
           crípticas  de  los  pergaminos.  Estaba seguro  de  que  correspondían a un alfabeto  de  cuarenta y
           siete  a cincuenta y tres  caracteres,  que  separados  parecían arañitas  y garrapatas,  y que  en  la
           primorosa caligrafía de   Melquíades  parecían piezas   de  ropa puesta a secar    en  un alambre.
           Aureliano recordaba haber visto una tabla semejante en la enciclopedia inglesa, así que la llevó al
           cuarto para compararla con la de José Arcadio Segundo. Eran iguales, en efecto.
              Por la época en que se le ocurrió la lotería de adivinanzas, Aureliano Segundo despertaba con
           un nudo   en  la  garganta,  como  si  estuviera reprimiendo  las  ganas  de  llorar.  Petra Cotes  lo
           interpretó  como  uno  de  los  tantos  trastornos  provocados  por  la  mala  situación,  y todas  las
           mañanas, durante más de un año, le tocaba el paladar con un hisopo de miel de abejas y le daba
           jarabe de rábano. Cuando el nudo de la garganta se le hizo tan opresivo que le costaba trabajo
           respirar,  Aureliano  Segundo  visitó  a  Pilar  Ternera  por  si ella  conocía  alguna  hierba  de  alivio.  La
           inquebrantable abuela, que había llegado a los cien años al frente de un burdelito clandestino, no
           confió en supersticiones terapéuticas, sino que consultó el asunto con las barajas. Vio el caballo
           de oro con la garganta herida por el acero de la sota de espadas, y dedujo que Fernanda estaba
           tratando  de  que  el  marido  volviera  a la  casa  mediante  el  desprestigiado  sistema de  hincar
           alfileres en su retrato, pero que le había provocado un tumor interno por un conocimiento torpe
           de  sus  malas  artes.  Como  Aureliano  Segundo  no  tenía más  retratos  que  los  de  la  boda,  y las
           copias estaban completas en el álbum familiar, siguió buscando por toda la casa en los descuidos
           de la esposa, y por fin encontró en el fondo del ropero media docena de pesarios en sus cajitas
           originales. Creyendo que las rojas llantitas de caucho eran objetos de hechicería, se metió una en
           el bolsillo para que la viera Pilar Ternera. Ella no pudo determinar su naturaleza, pero le pareció
           tan sospechosa, que de todos modos se hizo llevar la media docena y la quemó en una hoguera
           que  prendió  en  el  patio.  Para  conjurar  el  supuesto  maleficio  de  Fernanda,  le  indicó  a Aureliano
           Segundo   que  mojara  una  gallina  clueca  y  la  enterrara  viva  bajo  el castaño,  y  él lo  hizo  de  tan
           buena fe, que cuando     acabó de  disimular con  hojas secas la   tierra removida, ya sentía  que
           respiraba  mejor. Por su  parte, Fernanda  interpretó  la  desaparición  como  una  represalia  de  los
           médicos invisibles, y se cosió en la parte interior de la camisola una faltriquera de jareta, donde
           guardó los pesarios nuevos que le mandó su hijo.
              Seis meses después del enterramiento de la gallina, Aureliano Segundo despertó a medianoche
           con un acceso de tos, y sintiendo que lo estrangulaban por dentro con tenazas de cangrejo. Fue
           entonces cuando comprendió que por muchos pesarios mágicos que destruyera y muchas gallinas
           de  conjuro  que  remojara,  la  única  y triste  verdad era que  se  estaba muriendo.  No  se  lo  dijo  a
           nadie.  Atormentad   por  el  temor  de  morirse  sin mandar  a Bruselas a Amaranta Úrsula, trabajó
           como nunca lo había hecho, y en vez de una hizo tres rifas semanales. Desde muy temprano se



                                                            144
   139   140   141   142   143   144   145   146   147   148   149