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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
le veía recorrer el pueblo, aun en los barrios más apartados y miserables, tratando de vender los
billetitos con una ansiedad que sólo era concebible en un moribundo. «Aquí está la Divina
Providencia -pregonaba-. No la dejen ir, que sólo llega una vez cada cien años.» Hacía
conmovedores esfuerzos por parecer alegre, simpático, locuaz, pero bastaba verle el sudor y la
palidez para saber que no podía con su alma. A veces se desviaba por predios baldíos, donde
nadie lo viera, y se sentaba un momento a descansar de las tenazas que lo despedazaban por
dentro. Todavía a la medianoche estaba en el barrio de tolerancia, tratando de consolar con pré-
dicas de buena suerte a las mujeres solitarias que sollozaban junto a las victrolas. «Este número
no sale hace cuatro meses -les decía, mostrándoles los billetitos-. No lo dejes ir, que la vida es
más corta de lo que uno cree.» Acabaron por perderle el respeto, por burlarse de él, y en sus
últimos meses ya no le decían don Aureliano, como lo habían hecho siempre, sino que lo
llamaban en su propia cara don Divina Providencia. La voz se le iba llenando de notas falsas, se le
fue destemplando y terminó por apagársele en un ronquido de perro, pero todavía tuvo voluntad
para no dejar que decayera la expectativa por los premios en el patio de Petra Cotes. Sin
embargo, a medida que se quedaba sin voz y se daba cuenta de que en poco tiempo ya no podría
soportar el dolor, iba comprendiendo que no era con cerdos y chivos rifados como su hija llegaría
a Bruselas, de modo que concibió la idea de hacer la fabulosa rifa de las tierras destruidas por el
diluvio, que bien podían ser restauradas por quien dispusiera de capital. Fue una iniciativa tan
espectacular, que el propio alcalde se prestó para anunciarla con un bando, y se formaron
sociedades para comprar billetes a cien pesos cada uno, que se agotaron en menos de una se-
mana. La noche de la rifa, los ganadores hicieron una fiesta aparatosa, comparable apenas a las
de los buenos tiempos de compañía bananera, y Aureliano Segundo tocó en el acordeón por
última vez las canciones olvidadas de Francisco el Hombre, pero ya no pudo cantarlas.
Dos meses después, Amaranta Úrsula se fue a Bruselas. Aureliano Segundo le entregó no sólo
el dinero de la rifa extraordinaria, sino el que había logrado economizar en los meses anteriores,
y el muy escaso que obtuvo por la venta de la pianola, el clavicordio y otros corotos caídos en
desgracia. Según sus cálculos, ese fondo le alcanzaba para los estudios, así que sólo quedaba
pendiente el valor del pasaje de regreso. Fernanda se opuso al viaje hasta el último momento,
escandalizada con la idea de que Bruselas estuviera tan cerca de la perdición de París, pero se
tranquilizó con una carta que le dio el padre Ángel para una pensión de jóvenes católicas atendida
por religiosas, donde Amaranta Úrsula prometió vivir hasta el término de sus estudios. Además,
el párroco consiguió que viajara al cuidado de un grupo de franciscanas que iban para Toledo,
donde esperaban encontrar gente de confianza para mandarla a Bélgica. Mientras se adelantaba
la apresurada correspondencia que hizo posible esta coordinación, Aureliano Segundo, ayudado
por Petra Cotes, se ocupó del equipaje de Amaranta Úrsula. La noche en que prepararon uno de
los baúles nupciales de Fernanda, las cosas estaban tan bien dispuestas que la estudiante sabía
de memoria cuáles eran los trajes y las babuchas de pana con que debía hacer la travesía del
Atlántico, y el abrigo de paño azul con botones de cobre, y los zapatos de cordobán con que debía
desembarcar. Sabía también cómo debía caminar para no caer al agua cuando subiera a bordo
por la plataforma, que en ningún momento debía separarse de las monjas ni salir del camarote
como no fuera para comer, y que por ningún motivo debía contestar a las preguntas que los des-
conocidos de cualquier sexo le hicieran en alta mar. Llevaba un frasquito con gotas para el mareo
y un cuaderno escrito de su puño y letra por el padre Ángel, con seis oraciones para conjurar la
tempestad. Fernanda le fabricó un cinturón de lona para que guardara el dinero, y le indicó la
forma de usarlo ajustado al cuerpo, de modo que no tuviera que quitárselo ni siquiera para
dormir. Trató de regalarle la bacinilla de oro lavada con lejía y desinfectada con alcohol, pero
Amaranta Úrsula la rechazó por miedo de que se burlaran de ella sus compañeras de colegio.
Pocos meses después, a la hora de la muerte, Aureliano Segundo había de recordarla como la vio
la última vez, tratando de bajar sin conseguirlo el cristal polvoriento del vagón de segunda clase,
para escuchar las últimas recomendaciones de Fernanda. Llevaba un traje de seda rosada con un
ramito de pensamientos artificiales en el broche del hombro izquierdo; los zapatos de cordobán
con trabilla y tacón bajo, y las medias satinadas con ligas elásticas en las pantorrillas. Tenía el
cuerpo menudo, el cabello suelto y largo y los ojos vivaces que tuvo Úrsula a su edad, y la forma
en que se despedía sin llorar pero sin sonreír, revelaba la misma fortaleza de carácter.
Caminando junto al vagón a medida que aceleraba, y llevando a Fernanda del brazo para que no
fuera a tropezar, Aureliano Segundo apenas pudo corresponderle con un saludo de la mano,
cuando la hija le mandó un beso con la punta de los dedos. Los esposos permanecieron inmóviles
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