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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos
quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros
desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios.
Al principio se creyó que era una peste. Las amas de casa se agotaban de tanto barrer pájaros
muertos, sobre todo a la hora de la siesta, y los hombres los echaban al río por carretadas. El
domingo de resurrección, el centenario padre Antonio Isabel afirmó en el púlpito que la muerte de
los pájaros obedecía a la mala influencia del Judío Errante, que él mismo había visto la noche
anterior. Lo describió como un híbrido de macho cabrío cruzado con hembra hereje, una bestia
infernal cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita determinaría la concepción de engendros por
las recién casadas. No fueron muchos quienes prestaron atención a su plática apocalíptica,
porque el pueblo estaba convencido de que el párroco desvariaba a causa de la edad, Pero una
mujer despertó a todos al amanecer del miércoles, porque encontró unas huellas de bípedo de
pezuña hendida. Eran tan ciertas e inconfundibles, que quienes fueron a verlas no pusieron en
duda la existencia de una criatura espantosa semejante a la descrita por el párroco, y se
asociaron para montar trampas en sus patios. Fue así como lograron la captura. Dos semanas
después de la muerte de Úrsula, Petra Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por
un llanto de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se levantaron, ya un
grupo de hombres estaba desensartando al monstruo de las afiladas varas que habían parado en
el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado de berrear. Pesaba como un buey,
a pesar de que su estatura no era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una
sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada de garrapatas
menudas, y el pellejo petrificado por una costra de rémora, pero al contrario de la descripción del
párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque las manos
eran tersas y hábiles, los ojos grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los muñones
cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con hachas de
labrador. Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se quedara sin
verlo y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera, porque no se pudo determinar
si su naturaleza bastarda era de animal para echar en el río o de cristiano para sepultar. Nunca se
estableció si en realidad fue por él que se murieron los pájaros, pero las recién casadas no
concibieron los engendros anunciados, ni disminuyó la intensidad del calor.
Rebeca murió a fines de ese año. Argénida, su criada de toda la vida, pidió ayuda a las
autoridades para derribar la puerta del dormitorio donde su patrona estaba encerrada desde
hacía tres días, y la encontraron en la cama solitaria, enroscada como un camarón, con la cabeza
pelada por la tiña y el pulgar metido en la boca. Aureliano Segundo se hizo cargo del entierro, y
trató de restaurar la casa para venderla, pero la destrucción estaba tan encarnizada en ella que
las paredes se desconchaban acabadas de pintar, y no hubo argamasa bastante gruesa para
impedir que la cizaña triturara los pisos y la hiedra pudriera los horcones.
Todo andaba así desde el diluvio. La desidia de la gente contrastaba con la voracidad del
olvido, que poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos, hasta el extremo de que por
esos tiempos, en un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia, llegaron a Macondo unos
emisarios del presidente de la república para entregar por fin la condecoración varias veces
rechazada por el coronel Aureliano Buendía, y perdieron toda una tarde buscando a alguien que
les indicara dónde podían encontrar a algunos de sus descendientes. Aureliano Segundo estuvo
tentado de recibirla, creyendo que era una medalla de oro macizo, pero Petra Cotes lo persuadió
de la indignidad cuando ya los emisarios aprestaban bandos y discursos para la ceremonia.
También por esa época volvieron los gitanos, los últimos herederos de la ciencia de Melquíades, y
encontraron el pueblo tan acabado y a sus habitantes tan apartados del resto del mundo, que
volvieron a meterse en las casas arrastrando fierros imantados como si de veras fueran el último
descubrimiento de los sabios babilonios, y volvieron a concentrar los rayos solares con la lupa
gigantesca, y no faltó quien se quedara con la boca abierta viendo caer peroles y rodar calderos,
y quienes pagaran cincuenta centavos para asombrarse con una gitana que se quitaba y se ponía
la dentadura postiza. Un desvencijado tren amarillo que no traía ni se llevaba a nadie, y que
apenas se detenía en la estación desierta, era lo único que quedaba del tren multitudinario en el
cual enganchaba el señor Brown su vagón con techo de vidrio y poltronas de obispo, y de los
trenes fruteros de ciento veinte vagones que demoraban pasando toda una tarde. Los delegados
curiales que habían ido a investigar el informe sobre la extraña mortandad de los pájaros y el
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