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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           cazaba  lombrices y torturaba  insectos en  el  jardín. Pero una  vez  en  que Fernanda  lo  sorprendió
           metiendo  alacranes  en  una caja para  ponerlos  en  la  estera  de  Úrsula,  lo  recluyó  en  el  antiguo
           dormitorio  de  Meme, donde se distrajo    de  sus horas solitarias repasando las láminas de     la
           enciclopedia.  Allí lo  encontró  Úrsula  una  tarde  en  que  andaba  asperjando  la  casa  con  agua
           serenada y un ramo de ortigas, y a pesar de que había estado con él muchas veces, le preguntó
           quién era.
              -Soy Aureliano Buendía -dilo él.
              -Es verdad -replicó ella-. Ya es hora de que empieces a aprender la platería.
              Lo volvió a confundir con su hijo, porque el viento cálido que sucedió al diluvio e infundió en el
           cerebro  de  Úrsula  ráfagas  eventuales  de  lucidez,  había acabado  de  pasar.  No  volvió  recobrar  la
           razón.  Cuando   entraba  al dormitorio,  encontraba  allí a  Petronila  Iguarán,  con  el estorboso
           miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a
           Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal
           en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las
           guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que
           se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo
           con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que
           habían  sido  recostadas contra la  pared  como  si  no  estuvieran  en  una  visita, sino  en  un  velorio.
           Ella  hilvanaba una cháchara  colorida, comentando   asuntos  de  lugares apartados y tiempos sin
           coincidencia,  de  modo  que  cuando  Amaranta Úrsula    regresaba de   la  escuela y Aureliano  se
           cansaba de  la  enciclopedia, la  encontraban  sentada en  la  cama, hablando  sola, y perdida en  un
           laberinto de muertos. «¡Fuego!», gritó una vez aterrorizada, y por un instante sembró el pánico
           en  la  casa,  pero  lo  que  estaba anunciando  era el  incendio  de  una caballeriza que    había
           presenciado a los cuatro años. Llegó a revolver de tal modo el pasado con la actualidad, que en
           las dos o tres ráfagas de lucidez que tuvo antes de morir, nadie supo a ciencia cierta si hablaba
           de  lo  que  sentía  o  de  lo  que  recordaba.  Poco   a poco   se  fue  reduciendo,  fetizándose,
           momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida
           dentro del camisón, y el brazo siempre alzado terminó por parecer la pata de una marimonda. Se
           quedaba inmóvil varios días, y Santa Sofía de la Piedad tenía que sacudirla para convencerse de
           que  estaba viva, y se  la  sentaba en  las piernas para  alimentarla con cucharaditas de  agua de
           azúcar. Parecía una anciana recién nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la traían por
           el  dormitorio,  la  acostaban en  el  altar  para  ver  que  era apenas  más  grande  que  el  Niño  Dios,  y
           una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas.
           Un domingo   de  ramos  entraron  al  dormitorio  mientras  Fernanda estaba en  misa,  y cargaron  a
           Úrsula por la nuca y los tobillos.
              -Pobre la tatarabuelita -dijo Amaranta Úrsula-, se nos murió de vieja.
              Úrsula se sobresaltó.
              -¡Estoy viva! -dijo.
              -Ya ves -dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa-, ni siquiera respira.
              -¡Estoy hablando! -gritó Úrsula.
              -Ni siquiera habla -dijo Aureliano-. Se murió como un grillito.
              Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. «Dios mío -exclamó en voz baja-. De modo que esto
           es  la  muerte.»  Inició  una oración interminable,  atropellada,  profunda,  que  se  prolongó  por  más
           de  dos  días,  y que  el  martes  había degenerado  en  un revoltijo  de  súplica a Dios  y de  consejos
           prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la
           lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a
           casarse con  alguien  de  su  misma sangre, porque  nacían  los hijos con  cola  de  puerco. Aureliano
           Segundo trató de aprovechar el delirio para que le confesara dónde estaba el oro enterrado, pero
           otra  vez  fueron  inútiles  las  súplicas.  «Cuando  aparezca  el dueño  -dijo  Úrsula-  Dios  ha  de
           iluminarlo para que lo encuentre.» Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría
           muerta de   un momento    a otro,  porque  observaba por   esos  días  un cierto  aturdimiento  de  la
           naturaleza: que  las  rosas  olían a quenopodio  que  se  le  cayó  una totuma de  garbanzos  y los
           granos quedaron   en  el  suelo en  un  orden  geométrico perfecto  y en  forma  de  estrella  de  mar, y
           que una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos anaranjados.
              Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su
           edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los
           ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en



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