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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           primeros gallos haciendo y deshaciendo montoncitos de monedas, quitando un poco de aquí para
           ponerlo allá, de modo que esto alcanzara para contentar a Fernanda, y aquello para los zapatos
           de Amaranta Úrsula, y esto otro para Santa Sofía de la Piedad que no estrenaba un traje desde
           los tiempos del ruido, y esto para mandar hacer el cajón si se moría Úrsula, y esto para el café
           que  subía un centavo  por  libra  cada tres  meses,  y esto  para  el  azúcar  que  cada vez endulzaba
           menos, y esto para la leña que todavía estaba mojada por el diluvio, y esto otro para el papel y la
           tinta de colores de los billetes, y aquello que sobraba para ir amortizando el valor de la ternera de
           abril,  de  la  cual milagrosamente  salvaron  el cuero,  porque  le  dio  carbunco  sintomático  cuando
           estaban vendidos   casi  todos  los  números  de  la  rifa.  Eran tan puras  aquellas  misas  de  pobreza,
           que siempre destinaban la mejor parte para Fernanda, y no lo hicieron nunca por remordimiento
           ni  por  caridad,  sino  porque  su  bienestar  les  importaba más  que  el  de  ellos  mismos.  Lo  que  en
           verdad les  ocurría,  aunque  ninguno  de  los  dos  se  daba cuenta,  era que  ambos  pensaban en
           Fernanda como    en  la  hija que  hubieran querido  tener  y  no  tuvieron,  hasta el  punto  de  que  en
           cierta ocasión se resignaron a comer mazamorra por tres días para que ella pudiera comprar un
           mantel  holandés.  Sin embargo,   por  más  que  se  mataban trabajando,    por  mucho  dinero  que
           escamotearan y muchas triquiñuelas que concibieran, los ángeles de la guarda se les dormían de
           cansancio mientras ellos ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para
           vivir. En el insomnio que les dejaban las malas cuentas, se preguntaban qué había pasado en el
           mundo para que los animales no parieran con el mismo desconcierto de antes, por qué el dinero
           se  desbarataba en  las  manos,  y por  qué  la  gente  que  hacía poco  tiempo  quemaba mazos   de
           billetes en la cumbiamba, consideraba que era un asalto en despoblado cobrar doce centavos por
           la rifa de seis gallinas. Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no estaba en el mundo,
           sino  en  algún lugar  recóndito  del  misterioso  corazón de  Petra Cotes,  donde  algo  había ocurrido
           durante el  diluvio que volvió  estériles a  los animales y escurridizo  el  dinero. Intrigado con  ese
           enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró
           el amor porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla. Petra Cotes, por su parte, lo
           iba  queriendo  más  a  medida  que  sentía  aumentar  su  cariño,  y  fue  así como  en  la  plenitud  del
           otoño volvió a creer en la superstición juvenil de que la pobreza era una servidumbre del amor.
           Ambos evocaban entonces como un estorbo las parrandas desatinadas, la riqueza aparatosa y la
           fornicación sin frenos, y se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de
           la  soledad compartida.  Locamente   enamorados   al  cabo  de  tantos  años  de  complicidad estéril,
           gozaban con el   milagro  de  quererse  tanto  en  la  mesa  como  en  la  cama,  y llegaron a ser  tan
           felices, que  todavía cuando  eran dos ancianos    agotados  seguían retozando   como   conejitos y
           peleándose como perros.
              Las  rifas  no  dieron  nunca para  más.  Al  principio,  Aureliano  Segundo  ocupaba tres  días  de  la
           semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando billete por billete, pintando con
           un cierto primor una vaquita roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules, según fuera
           el animal rifado, y modelaba con una buena imitación de las letras de imprenta el nombre que le
           pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio: Rifas de la Divina Providencia. Pero con el
           tiempo se sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil billetes a la semana, que mandó a
           hacer los animales, el nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el trabajo se redujo
           a humedecerlos en almohadillas de distintos colores. En sus últimos años se les ocurrió sustituir
           los números por adivinanzas, de modo que el premio se repartiera entre todos los que acertaran,
           pero el sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas suspicacias, que desistieron a la
           segunda tentativa.
              Aureliano  Segundo  andaba tan ocupado    tratando  de  consolidar  el  prestigio  de  sus  rifas,  que
           apenas le  quedaba tiempo     para  ver  a los niños, Fernanda puso    a Amaranta Úrsula    en  una
           escuelita privada donde   no  se  recibían más   de  seis  alumnas,  pero  se  negó  a permitir  que
           Aureliano  asistiera a la  escuela pública. Consideraba que  ya había cedido  demasiado  al  aceptar
           que abandonara el cuarto. Además, en las escuelas de esa época sólo se recibían hijos legítimos
           de matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento que habían prendido con una nodriza
           en  la  batita de  Aureliano  cuando  lo  mandaron  a la  casa,  estaba registrado  como  expósito.  De
           modo que se quedó encerrado, a merced de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y
           de  las  alternativas  mentales  de  Úrsula,  descubriendo  el  estrecho  mundo  de  la  casa  según se  lo
           explicaban las abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adultos,
           pero al contrario de la mirada inquisitiva y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la
           suya  era  parpadeante y un  poco distraída.  Mientras  Amaranta  Úrsula  estaba  en  el  parvulario, él



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