Page 139 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           tiempo  no  pasaba,  como  ella  lo  acababa de  admitir,  sino  que  daba vueltas  en  redondo.  Pero
           tampoco entonces le dio una oportunidad a la resignación. Regañó a José Arcadio Segundo como
           si fuera un niño, y se empeñó en que se bañara y se afeitara y le prestara su fuerza para acabar
           de  restaurar  casa.  La  simple  idea  de  abandonar  el  cuarto  que  le  había proporcionado  la  paz,
           aterrorizó  a José  Arcadio  Segundo.  Gritó  que  no  había poder  humano  capaz de  hacerlo  salir,
           porque  no  quería  ver  el  tren  de  doscientos  vagones  cargados  de  muertos  que  cada atardecer
           partía  de  Macondo  hacia el  mar.  «Son  todos  los  que  estaban en  la  estación  -gritaba-.  Tres  mil
           cuatrocientos ocho.»  Sólo  entonces comprendió   Úrsula  que él  estaba  en  un  mundo de  tinieblas
           más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo. Lo dejó en el
           cuarto,  pero  consiguió  que  no  volvieran a poner  el  candado,  que  hicieran la  limpieza todos  los
           días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo dejaran una, y que mantuvieran a José Arcadio
           Segundo tan limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo cautiverio bajo el castaño.
           Al principio, Fernanda interpretaba aquel ajetreo como un acceso de locura senil, y a duras penas
           reprimía la exasperación. Pero José Arcadio le anunció por esa época desde Roma que pensaba ir
           a Macondo antes de hacer los votos perpetuos, y la buena noticia le infundió tal entusiasmo, que
           de la noche a la mañana se encontró regando las flores cuatro veces al día para que su hijo no
           fuera  a  formarse  una  mala  impresión  de  la  casa.  Fue  ese  mismo  incentivo  el que  la  indujo  a
           apresurar su correspondencia con los médicos invisibles, y a reponer en el corredor las macetas
           de helechos y orégano, y los tiestos de begonias, mucho antes de que Úrsula se enterara de que
           habían sido  destruidos  por  la  furia exterminadora de  Aureliano  Segundo.  Más  tarde  vendió  el
           servicio  de  plata,  y  compró  vajillas  de  cerámica,  soperas  y  cucharones  de  peltre  y  cubiertos  de
           alpaca, y empobreció con ellos las alacenas acostumbradas a la loza de la Compañía de Indias y
           la cristalería de Bohemia. Úrsula trataba de ir siempre más lejos. «Que abran puertas y ventanas
           -gritaba-.  Que  hagan carne  y pescado,  que  compren las  tortugas  más  grandes,  que  vengan los
           forasteros a tender sus petates en   los rincones y a orinarse en  los rosales, que se sienten  a la
           mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con sus
           botas,  y que  hagan con nosotros    lo  que  les  dé  la  gana,  porque  esa es  la  única  manera  de
           espantar  la  ruina.» Pero  era una ilusión  vana.  Estaba ya demasiado  vieja y viviendo  de  sobra
           para  repetir  el  milagro  de  los  animalitos  de  caramelo,  y ninguno  de  sus  descendientes  había
           heredado su fortaleza. La casa continuó cerrada por orden de Fernanda.
              Aureliano  Segundo,  que  había vuelto  a llevarse  sus  baúles  a casa  de  Petra Cotes,  disponía
           apenas de los medios para que la familia no se muriera de hambre. Con la rifa de la mula, Petra
           Cotes y él    habían  comprado    otros animales, con     los cuales consiguieron    enderezar un
           rudimentario  negocio  de  lotería.  Aureliano  Segundo  andaba de   casa  en  casa,  ofreciendo  los
           billetitos que él mismo pintaba con tintas de colores para hacerlos más atractivos y convincentes,
           y acaso  no  se  daba cuenta de   que  muchos  se  los  compraban por  gratitud,  y la  mayoría por
           compasión. Sin embargo, aun los más piadosos compradores adquirían la oportunidad de ganarse
           un  cerdo  por  veinte  centavos  o  una  novilla  por  treinta  y  dos,  y  se  entusiasmaban  tanto  con  la
           esperanza, que la noche del martes desbordaban el patio de Petra Cotes esperando el momento
           en  que  un niño  escogido  al  azar  sacara  de  la  bolsa el  número  premiado.  Aquello  no  tardó  en
           convertirse en  una  feria  semanal,  pues desde el  atardecer se instalaban  en  el  patio mesas de
           fritangas  y  puestos  de  bebidas,  y  muchos  de  los  favorecidos  sacrificaban  allí mismo  el animal
           ganado  con la  condición de  que  otros  pusieran la  música  y el  aguardiente,  de  modo  que  sin
           haberlo deseado Aureliano    Segundo se encontró de      pronto  tocando otra   vez  el  acordeón  y
           participando en modestos torneos de voracidad. Estas humildes réplicas de las parrandas de otros
           días,  sirvieron para  que  el  propio  Aureliano  Segundo  descubriera  cuánto  habían decaído  sus
           ánimos y hasta qué punto se había secado su ingenio de cumbiambero magistral. Era un hombre
           cambiado. Los ciento veinte kilos que llegó a tener en la época en que lo desafió La Elefanta se
           habían reducido a setenta y ocho; la candorosa y abotagada cara de tortuga se le había vuelto de
           iguana, y siempre andaba cerca del aburrimiento y el cansancio. Para Petra Cotes, sin embargo,
           nunca fue mejor hombre que entonces, tal vez porque confundía con el amor la compasión que él
           le inspiraba, y el sentimiento de solidaridad que en ambos había despertado la miseria. La cama
           desmantelada dejó de ser lugar de desafueros y se convirtió en refugio de confidencias. Liberados
           de  los  espejos  repetidores  que  habían rematado   para  comprar   animales   de  rifa,  y de  los
           damascos y terciopelos concupiscentes que se había comido        la  mula, se quedaban   despiertos
           hasta muy tarde con la inocencia de dos abuelos desvelados, aprovechando para sacar cuentas y
           trasponer centavos el tiempo que antes malgastaban en malgastarse. A veces los sorprendían los



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