Page 138 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
XVII
Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando
escampara. Las ráfagas de lucidez que eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más fre-
cuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y
petrificaba los pantanos, y que acabé por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió
para siempre los oxidados techos de cinc y los almendros centenarios. Úrsula lloré de lástima al
descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavé la cara
pintorreteada, se quité de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las
camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera
vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de
nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas. Quienes
repararon en sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico siempre alzado a la altura de
la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba
ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tanto
esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las
excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cemento de los pisos estaban
cuarteados, los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la familia amenazada
por un espíritu de resignación y pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos.
Moviéndose a tientas por los dormitorios vacíos percibía el trueno continuo del comején
taladrando las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el estrépito devastador de las
enormes hormigas coloradas que habían prosperado en el diluvio y estaban socavando los
cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de
la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del interior, y que ya habían
pulverizado la ropa. «No es posible vivir en esta negligencia -decía-.
A este paso terminaremos devorados por las bestias.» Desde entonces no tuvo un instante de
reposo. Levantada desde antes del amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive a
los niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas,
ahuyentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en
puertas y ventanas y asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La fiebre de
restauración acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo desembarazar de escombros y te-
larañas la habitación donde a José Arcadio Buendía se le secó la mollera buscando la piedra
filosofal, puso en orden el taller de platería que había sido revuelto por los soldados, y por último
pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad
de José Arcadio Segundo, que había prohibido toda intromisión mientras no hubiera un indicio
real de que había muerto, Santa Sofía de la Piedad recurrió a toda clase de subterfugios para
desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el
más recóndito e inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto obstáculo le atravesaron, y al
cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio
para que no la derribara la pestilencia, pero no le hicieron falta más de dos segundos para
recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de
las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José
Arcadio Segundo y no habían podido encontrarlo.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó, como si lo hubiera visto todo-. Tanto tratar de inculcarte las
buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco.
José Arcadio Segundo seguía releyendo los pergaminos. Lo único visible en la intrincada
maraña de pelos, eran los dientes rayados de lama verde y los ojos inmóviles. Al reconocer la voz
de la bisabuela, movió la cabeza hacia la puerta,, trató de sonreír, y sin saberlo repitió una
antigua frase de Úrsula.
-Qué quería -murmuro-, el tiempo pasa.
-Así es -dijo Úrsula-, pero no tanto.
Al decirlo, tuvo conciencia de estar dando la misma réplica que recibió del coronel Aureliano
Buendía en su celda de sentenciado, y una vez más se estremeció con la comprobación de que el
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