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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                          XVII


              Úrsula  tuvo  que  hacer  un grande   esfuerzo  para  cumplir  su  promesa de   morirse  cuando
           escampara. Las ráfagas de    lucidez  que eran  tan  escasas durante la  lluvia, se hicieron  más fre-
           cuentes  a partir  de  agosto,  cuando  empezó  a soplar  el  viento  árido  que  sofocaba los  rosales  y
           petrificaba los  pantanos,  y que  acabé  por  esparcir  sobre  Macondo  el  polvo  abrasante  que  cubrió
           para siempre los oxidados techos de cinc y los almendros centenarios. Úrsula lloré de lástima al
           descubrir  que  por  más  de  tres  años  había quedado  para  juguete  de  los  niños.  Se  lavé  la  cara
           pintorreteada, se quité de  encima  las tiras de  colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las
           camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera
           vez  desde  la  muerte  de  Amaranta  abandonó  la  cama  sin  auxilio  de  nadie  para  incorporarse  de
           nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas. Quienes
           repararon en sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico siempre alzado a la altura de
           la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba
           ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tanto
           esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las
           excavaciones   de  Aureliano  Segundo,  y que   las  paredes  y el  cemento  de  los  pisos  estaban
           cuarteados,  los  muebles  flojos  y  descoloridos,  las  puertas  desquiciadas,  y  la  familia  amenazada
           por  un espíritu de  resignación y pesadumbre    que  no  hubiera  sido  concebible  en  sus  tiempos.
           Moviéndose   a tientas   por  los  dormitorios  vacíos  percibía  el  trueno  continuo  del  comején
           taladrando las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el estrépito devastador de las
           enormes   hormigas   coloradas  que  habían prosperado    en  el  diluvio  y estaban socavando  los
           cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de
           la  Piedad para  quitarse  de  encima las  cucarachas  que  saltaron  del  interior,  y que  ya habían
           pulverizado la ropa. «No es posible vivir en esta negligencia -decía-.
              A este paso terminaremos devorados por las bestias.» Desde entonces no tuvo un instante de
           reposo. Levantada desde    antes del  amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive  a
           los niños. Puso al  sol  las escasas ropas que todavía estaban     en  condiciones de  ser usadas,
           ahuyentó  las cucarachas con   sorpresivos asaltos de  insecticida, raspó las venas del  comején  en
           puertas y ventanas y asfixió con     cal  viva a las hormigas en   sus madrigueras. La fiebre de
           restauración  acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo  desembarazar de   escombros y te-
           larañas la  habitación  donde a José Arcadio Buendía se le    secó la  mollera buscando la   piedra
           filosofal, puso en orden el taller de platería que había sido revuelto por los soldados, y por último
           pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad
           de  José  Arcadio  Segundo,  que  había prohibido  toda intromisión mientras  no  hubiera  un indicio
           real  de  que  había muerto,  Santa Sofía de  la  Piedad recurrió  a toda clase  de  subterfugios  para
           desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el
           más recóndito e inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto obstáculo le atravesaron, y al
           cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio
           para  que  no  la  derribara  la  pestilencia,  pero  no  le  hicieron  falta más  de  dos  segundos  para
           recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de
           las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José
           Arcadio Segundo y no habían podido encontrarlo.
              -¡Bendito  sea  Dios!  -exclamó,  como  si lo  hubiera  visto  todo-.  Tanto  tratar  de  inculcarte  las
           buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco.
              José  Arcadio  Segundo  seguía  releyendo  los  pergaminos.  Lo  único  visible  en  la  intrincada
           maraña de pelos, eran los dientes rayados de lama verde y los ojos inmóviles. Al reconocer la voz
           de  la  bisabuela,  movió  la  cabeza hacia la  puerta,,  trató  de  sonreír,  y sin saberlo  repitió  una
           antigua frase de Úrsula.
              -Qué quería -murmuro-, el tiempo pasa.
              -Así es -dijo Úrsula-, pero no tanto.
              Al  decirlo,  tuvo  conciencia  de  estar  dando  la  misma réplica que  recibió  del  coronel  Aureliano
           Buendía en su celda de sentenciado, y una vez más se estremeció con la comprobación de que el




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