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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
mantener la casa en pie. En el último año, le había mandado recados apremiantes a Aureliano
Segundo, y éste le había contestado que ignoraba cuándo volvería a su casa, pero que en todo
caso llevaría un cajón de monedas de oro para empedrar el dormitorio. Entonces ella había
escarbado en su corazón, buscando la fuerza que le permitiera sobrevivir a la desgracia, y había
encontrado una rabia reflexiva y justa, con la cual había jurado restaurar la fortuna despilfarrada
por el amante y acabada de exterminar por el diluvio. Fue una decisión tan inquebrantable, que
Aureliano Segundo volvió a su casa ocho meses después del último recado, y la encontró verde,
desgreñada, con los párpados hundidos y la piel escarchada por la sarna, pero estaba escribiendo
números en pedacitos de papel, para hacer una rifa. Aureliano Segundo se quedé atónito, y
estaba tan escuálido y tan solemne, que Petra Cotes no creyó que quien había vuelto a buscarla
fuera el amante de toda la vida, sino el hermano gemelo.
-Estás loca -dijo él-. A menos que pienses rifar los huesos. Entonces ella le dijo que se
asomara al dormitorio, y Aureliano Segundo vio la mula. Estaba con el pellejo pegado a los
huesos, como la dueña, pero tan viva y resuelta como ella. Petra Cotes la había alimentado con
su rabia, y cuando no tuvo más hierbas, ni maíz, ni raíces, la albergó en su propio dormitorio y le
dio a comer las sábanas de percal, los tapices persas, los sobrecamas de peluche, las cortinas de
terciopelo y el palio bordado con hilos de oro y borlones de seda de la cama episcopal.
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